CHAPU APAOLAZA - OPINIÓN

Mi relato

Cuando ETA dejó de matar, se olvidó de guardar a sus matones

CHAPU APAOLAZA
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Llevaba en el pecho un lazo azul con los bordes deshilachados de tanto decir basta. Tenía quince años y calculo que andaría en la luna, camino del muelle o de tomar algo con mi amigo Íñigo, que ya entonces escribía poemas en las servilletas. Luego los quemó todos y fue una pena. A esa edad algunos ya estábamos en tercero de libertades. He vuelto a ese día después de conocer la historia de los guardias apaleados en Alsasua por los nuevos magos de la convivencia.

Cuando ETA dejó de matar, se olvidó de guardar a sus matones, pero en aquellos años, ETA mataba a destajo y había convertido el País Vasco en un campo minado de sábanas blancas empapadas de sangre.

Algunos seguían defendiendo las pistolas en el Boulevard donostiarra. Estábamos sobre el jardín en la esquina con la calle Narrica y entonces, los chicos de la gasolina abrieron un agujero del tamaño de una cabeza en un escaparate y metieron por allí un cóctel molotov. Esto era rutina, pero no lo que pasó después.

Se acercó a ellos una mujer en edad de ponerse en la cabeza una bolsa para la lluvia. Les dijo que fueran «a casa a estudiar y a ayudar a la ama» y que dejaran aquello que no iba a ninguna parte, que si creían iban a arreglar algo «quemando cosas». Recuerdo que vestía un abrigo entre marrón y granate y la manera tan tierna con la que pronunció ‘coshash’.

El que la tenía más a mano, que partía las losetas del suelo para tirarlas a la policía, la derribó de espaldas de un empujón y el bolso y el bastón hicieron contra el suelo un ruido de fractura. ‘Clas’. Recuerdo el ruido y los pliegues del asfalto fundido bajo ella como una antigua erupción.

También estaba en tercero de no responder, pero ese día suspendí. No recuerdo lo que le dije, probablemente, «Basta». El jefe de la cuadrilla, un tipo con barbas a cara descubierta camuflado como espectador, me plantó el puño en la nariz. De pronto, todo el espacio estaba dominado por sus manos contra mi cara. Tendría unos cuarenta años y recuerdo sus dedos como morcillas y su voz hecha de rabias: «¡Español! ¡Pacifista! ¡Txakurra!» Lo gritaba como un insulto. Bloqueado por el pánico, no respondí.

Pensé en huir. Allá estaba mi casa y la forja negra del balcón al trasluz de la luz cálida del salón de mi abuela Elena. También la esquina en la que una bomba hizo virutas el coche en el que viajaban el gobernador militar de Guipúzcoa Rafael Garrido, su esposa y su hijo de 16 años. Recuerdo ahora ese día en el que aprendí que las bombas no hacen ‘bum’, sino que rugen como supongo que rugen las casas al derrumbarse, y que hacen caer las hojas de los árboles de golpe, como un otoño súbito. También que te levantan los pies del suelo.

Me salvó de aquella una mano que salió sobre mi hombro y que derribó a mi atacante. Era un tipo grande, canoso, vestido con una gabardina y llevaba el paraguas enganchado tras la nuca, que es donde los vascos nos colgamos el paraguas cuando no lo llevamos abiertos. Ya no tenía miedo. A uno le quitamos la capucha y entonces ya solo era un crío asustado, como yo. Salió corriendo y en la carrera se daba con los talones en el culo. Lloramos ambos la rabia de mil muertos. Habrá otros relatos, supongo. Éste es el mío.

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