JOSÉ MANUEL HESLE

Las luces y Andrés

Cobijado en el portal de una entidad bancaria cerrada. Sobre cartones y envuelto en una manta mugrienta, calma el frío y acurruca un alma: rota, escuálida, consumida

JOSÉ MANUEL HESLE
Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Cobijado en el portal de una entidad bancaria cerrada. Sobre cartones y envuelto en una manta mugrienta, calma el frío y acurruca un alma: rota, escuálida, consumida. Al pie de nuestra Señora y a la sombra de uno de los árboles del amor, aún sin florecer, que jalonan la avenida. A la vera de quienes van y de quienes vuelven. Noche tras noche. Día tras día. A la intemperie. Nadie se percata de su estado. Cuando acuden a socorrerle, pudieron sólo certificar que Andrés, –uno más de los sintecho que malviven en la ciudad–, estaba muerto. Sin avisar. Sin despedirse. Algunos, los de siempre, se hicieron eco de su ausencia, al otro día, junto a la pérgola en que se guarecen, de la lluvia y el relente, otros de igual fortuna.

Los que pasan, miran impasibles.

En la habitación de un lujoso hotel, frente a los leones del Congreso. En un mullido colchón y sobre sábanas limpias. Agitada y hundida. Acompañada por la única persona que el destino quiso poner, junto a ella, en ese momento, muere Rita. Sin avisar, también, y bajo noble techo. Se alertó a los servicios de emergencia, pero –pese a intentarlo– nada lograron. Se vuelcan los medios, sin resuello, en divulgar la noticia y cuantos, en su día la abandonaron, se apresuran raudos a mostrar su pesar y a recomponer los vínculos que siempre mantuvieron aunque, en defensa de lo que les va en juego, debieran negar.

A pesar de las distancias que separan tan dispares vidas y haciendas, ambas pudieran compartir algunas cosas: el olvido de los suyos y la desolación que le precede y, sobre todo, el cruel dolor de la insensibilidad. El ya no es de los nuestros, pronunciado por quienes siempre se tuvieron por propios, es lo que más duele. Lo que desgarra. La traición acaba matando, por igual, al sintecho de los cartones y a quién, aún teniéndolo todo, terminan dejándole con el corazón al raso. Mezquindad. A la postre, por igual trata la muerte «a papas, emperadores y prelados, como a pobres pastores de ganado», que escribiera Manrique.

El alcalde del cambio se emperró en dejar sin luces la Navidad de las calles comerciales del centro. Las asociaciones de comerciantes se indignaron y las de vecinos hicieron coro. Sin luces disminuirá el consumo que, por estas fechas, supone más de la mitad de todo el año. Sin luces seremos pasto de la melancolía y la tristeza, aclara la voz de los vecinos, y la ciudad perderá su alegría. Ambos han unido las fuerzas para afrontar semejante atropello. Sin luces no hay Navidad. En ello estaban el instante en que unos pocos dijeran adiós al sintecho que murió en la acera de enfrente. Por eso no pudieron acudir.

Blanca –relataba Igelmo- deambula por las calles de Puertas de Tierra y duerme, cubierta por mantas y harapos, en cualquier banco del paseo marítimo. Camina cada día ante nuestros ojos y no dice nada, no pide nada. Nadie sabe quién es, de dónde viene o cómo ha llegado hasta aquí, ni siquiera si mañana nos la volveremos a encontrar. Puede que, algún día, nos enteremos de que no ha podido incorporarse ya del banco en que, la noche anterior, se apoyara para descansar. La soledad y el abandono de sí, se llevara a Blanca, como se llevó a Andrés y a José María. Mientras, continuaremos pasando a su lado, sin decir nada, sin preguntarnos nada.

Menos mal que el desvelo de comerciantes y vecinos ha salvado la alegría. El alcalde dio su brazo a torcer y la luz volverá a las calles de la ciudad. No sé si, también, al corazón de quienes la habitamos.

Ver los comentarios