YOLANDA VALLEJO - HOJA ROJA

Hasta que se apague el sol

El miércoles amanecía el mundo, a este lado del océano, con la sensación de haber pasado una mala noche

YOLANDA VALLEJO
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El miércoles amanecía el mundo, a este lado del océano, con la sensación de haber pasado una mala noche. Más cansado, más desganado, más viejo, incluso, de lo que se acostó la noche anterior. Sin necesidad de que la mariposa batiera sus alas, lo que había pasado en el oeste se interpretaba como una nueva página de la historia. A este lado del océano nos cuesta mucho digerir las noticias, quizá porque, como dijo Enric González, «la historia de la humanidad consiste en la repetición de unos pocos relatos», muy pocos –casi siempre los mismos–, y a este lado del océano nos asusta reconocernos en los fantasmas de los viejos cuentos que se asoman en el espejo, vengan de donde vengan.

El eterno retorno, esa sensación de deja vù, que maquiavélicamente nos sitúa siempre al borde del abismo.

El miércoles amanecía el mundo saludando a un patán, un demagogo, un ignorante, un xenófobo, un misógino, un maleducado… saludando a un nuevo presidente de EEUU. El miércoles, el mundo se echó las manos a la cabeza, como solo sabe hacerlo este mundo, de la manera más hipócrita, y fingiendo una desoladora sorpresa, ‘Oh, my God’ que dirían ellos. Tanto nos cuesta reconocer que por este camino ya habíamos pasado y que, perdido el norte, andamos completamente desorientados.

Que por aquí ya habíamos pasado, oiga. Que en este país, y no hace tanto, alguien tan absolutamente abyecto como Jesús Gil conseguía mayorías abrumadoramente absolutas, utilizando el mismo lenguaje que Trump, los mismos desmanes y las mismas poses de matón de patio de colegio. Del mismo molde salían, empresarios de éxito, solventes en apariencia y con un discurso que alimentaba la fe del carbonero. Del salón de plenos al jacuzzi, del palco del estadio al plató de televisión, de Jeannette Rodríguez al caballo Imperioso… sí, por aquí ya habíamos pasado. Y lo que vino después, no fue más que una consecuencia directa del despropósito. El escudero fiel heredero de la alcaldía, la viuda tonadillera que no estaba en sus mejores momentos, la legítima despechada esposa, el dinero negro en las negras bolsas de basura, el ejemplar juicio, la cárcel… la escalofriante historia de este país que –menos mal, y después de todo– sigue siendo de charanga y pandereta.

Porque si el miércoles amanecía el mundo un poco confuso, el jueves nos acostábamos con las ideas más claras gracias al esperado retorno de la liberta Isabel Pantoja a los escenarios. Y aunque a usted le parezca una frivolidad, le diré que en este ave fénix están muchas de las claves para interpretar lo que sucede a nuestro alrededor. «Hasta que se apague el sol» es el disco que el difunto Juan Gabriel –lo del mal fario de la cantante lo dejamos, de momento–, había compuesto para el esperadísimo momento en el que la última folclórica del siglo se presentaría ante España después de su infortunio –ni los mejores folletinistas del XIX habrían imaginado algo tan tremendo y descarnado. Ya lo había hecho hace 32 años, no lo olvide, con su pequeño del alma y aquel «majestad, ante todo soy madre» que hoy haría tambalear los cimientos de cualquier observatorio de género, pero que en aquel momento, con un país en construcción, supuso lo que supuso.

Y así, en un pequeño teatro de Aranjuez, con aires sureños a lo Scarlett O’Hara, vestida de santera mexicana, con un rosario gigante en la cintura y un cortinón de burdel barato como único telón de fondo, la palabra de Juan Gabriel se hizo carne y habitó entre nosotros. La voz en off, como la esfinge de Egipto, hizo tres preguntas: «Isabel, ¿Qué piensas del Sol? ¿y de la Luna? ¿Te gusta cantar con piganillo?» –sí, ha leído bien lo último, ¿te gusta cantar con pinganillo?–. Y tras el surrealismo cósmico, la hiperrealidad más terrenal. Tintes épicos a lo obertura de Ben-Hur para recibir, con el teatro hasta la bandera, de pie, aplaudiendo y vitoreando a una señora, que acaba de pasar una temporada a la sombra por blanqueo de capitales que procedían de actividades delictivas. Sí. Ha vuelto a leer bien. Eso es lo que tenemos entre manos.

Luego, nos escandalizamos por lo de Donald Trump, tal vez por aquello de que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno, que la viga en el propio. Luego, se nos llenará la boca de análisis financieros y de interpretaciones sociológicas, con cierto aire de superioridad, de lo que está pasando en Norteamérica, sin querer reconocer que aquí hemos estado casi un año sin Gobierno, que seguimos entrampados hasta los cejas con Europa, y que seguimos conjugando el pasado porque somos incapaces de enfrentarnos al presente y nos asusta el futuro.

Dice el Eclesiastés que hay un tiempo para cada cosa. Y no le falta razón. Hay un tiempo para rasgar y un tiempo para coser, hay un tiempo para correr y un tiempo para esperar. Winter is coming, y tal y como están las cosas, no sé si nos vendría mejor una retirada a los cuarteles de invierno, esperar a la campaña de Navidad del comercio gaditano, o seguir esnifando pegamento. Hasta que se apague el sol, por lo menos.

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