Taxi vacío

Rajoy protagoniza el primer periodo desde el 78 en el que un Gobierno actúa como Bartleby

David Gistau

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Miras una fotografía del nuevo ministro de Economía, cuyo nombre no recuerdo al cierre de esta edición, y, al pasar la página del periódico, te has olvidado por completo de él. La perfecta carencia de atributos, el resultado de un proceso de ósmosis con las terminales del Estado que para Joseph Roth estaban representadas por un triste funcionario con bigotito trazado con carbón que era siempre el mismo triste funcionario en cualquier rincón del imperio austrohúngaro en su fase final. Comprendo que no hace falta que un ministro de Economía vaya por ahí vestido como Elton John y tenga la vida sentimental de un Borbón. Pero, hombre, es que esto debe de ser lo del taxi vacío del cual se bajaba Atlee en su acepción española.

El fichaje de este señor cuyo nombre les prometo conocer mañana ahonda una impresión que se ha hecho insoslayable desde que el Gobierno languidece en su precariedad parlamentaria: todo el marianismo es ya un taxi vacío del cual no baja Rajoy. Incapaz de sacar adelante hasta los presupuestos, el Gobierno obra la proeza de combinar inexistencia política y parálisis operativa hasta transformarse en una fuerza de bloqueo cuya única aspiración posible es impedir la llegada a Moncloa de cualquier otro en lo que aún pueda mantener abierta la legislatura. No tratándose precisamente de un hombre febril y torrencial, Rajoy se encuentra cómodo en este sesteo parecido al de los lagartos que reducen al mínimo las pulsaciones vitales para no desperdiciar energía en el desierto. (Ya lo dijimos: irse al córner con la pelota en el minuto tres de partido). Me hizo mucha gracia que Rajoy dijera el otro día que no le gustan las huelgas a la japonesa, que consisten en trabajar muchísimo. A mí tampoco, debo admitirlo. De hecho, querría trabajar lo mismo que el de los Sleaford Mods que pulsa el botón de «play».

Que el Gobierno no exista supone en realidad una grata experiencia en un país acostumbrado al intervencionismo de la partitocracia que, en tiempos de Zapatero, desató incluso los más intrusivos experimentos relacionados con la ingeniería social y la fabricación del «hombre nuevo» socialdemócrata. La Transición concedió superpoderes a los partidos que debían «desfranquizar» España. Pero es que esos poderes jamás fueron devueltos y fabricaron un orden social en el que todo pasaba por la voluntad de los partidos políticos. Hasta los prestigios culturales y la gestión en monopolio de los valores colectivos. Rajoy protagoniza el primer periodo desde el 78 en el que un Gobierno actúa como Bartleby y demuestra que teníamos sobrevalorada la incidencia de los partidos en nuestras vidas cotidianas. Los predicadores sociales siguen existiendo, por supuesto, y de hecho copan ahora los partidos de oposición llenos de ganas de decirnos cómo debemos ser y qué debemos pensar. Pero, con Rajoy, nunca sentimos tal ausencia del Estado. Lo cual, no existir, será sin duda lo mejor de su legado. Escolano, leñe, se llama Escolano.

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