Nihil obstat

Quén nos habría dicho, en una democracia europea del siglo XXI, que la biblioteca se nos iba a poner tan emocionante

David Gistau

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Me sumo a la analogía con Fahrenheit 451 que ayer hizo Ignacio Camacho para definir la purga de autores propuesta por CC.OO. con la ausencia de remilgos que concede la aplastante hegemonía feminista. Que ya hasta ha puesto en circulación, por boca de la alcaldesa de Madrid, teorías frenológicas acerca del determinismo violento del macho de la especie, cuyos últimos ejemplares deberán ser conservados en cautividad para la reproducción y la observación científica. Como con las amazonas de los argonautas, con la diferencia de que aquellas amazonas mitológicas, antagonistas de Hércules y de Aquiles, eran guerreras feroces tan entregadas a la violencia que se cortaban un pecho para manejar el arco con mayor soltura.

En términos más prosaicos, podríamos referirnos también a las hogueras de libros y a la consideración de «arte decadente» con las que el nacionalsocialismo se propuso evitar la infiltración de impurezas en su construcción del hombre nuevo europeo. O al «nihil obstat» de los censores católicos que tal vez convenga a los ramalazos inquisitoriales de estos capataces de la ingeniería social que llevan más de un siglo buscando soluciones de evacuación para el material humano sobrante que no se deja reprogramar. Pero la referencia a Bradbury es especialmente acertada por lo que su libro tiene de augurio distópico. Adjetivo éste, el de distópico, del cual soy consciente de que se me cuela mucho en las columnas desde que las pandillas de la nueva política comenzaron a diseñar la España y los españoles tal y como deberíamos ser, ya reeducados, una vez terminada esa Transición Verdadera cuya patente fue reclamada en algún momento hasta por Rivera cuando aún parasitaba la imagen de Suárez: tantas imágenes ha parasitado Rivera, últimamente la de Macron, que parece uno de esos recortables de mi infancia donde a un mismo personaje se lo podía vestir con infinidad de uniformes.

En unos tiempos caracterizados por una justificada alarma por las agresiones a la libertad de creación y por la pujanza de nuevas formas de moralismo, sorprende que ninguno de los «plurales» profesionales que patrullan las televisiones para desfacer entuertos haya expresado la menor inquietud ante la propuesta de un sindicato mayoritario de prohibir directamente a novelistas contemporáneos que sólo son culpables de no hacer doctrina oficialista ni de someter a ésta a sus personajes, algunos de los cuales hasta dicen palabrotas. De esta manera comprobamos, una vez más, que las defensas de la libertad con las que se nos llena la boca quedan respaldadas cuando el pensamiento agredido nos identifica, pero no cuando nos provoca. Y esto vale a un lado y al otro del Misisipi.

Por otra parte, quién nos habría dicho, en una democracia europea del siglo XXI, que la biblioteca se nos iba a poner tan emocionante, llena de libros perseguibles, blasfemos, clandestinos, en cuya carga de peligro social ni siquiera habíamos reparado. Mira Arturo, qué potra, superventas y proscrito a la vez.

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