Ignacio Camacho

La gota fría

Ya no hace ruido la política de Marbella. Sin Gil, sus intrigas carecen del morbo de aquella tropa estridente y hortera

Ignacio Camacho

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Aunque a mucha gente se le haya olvidado, la Marbella de Gil fue la primera experiencia populista de la España moderna. Un populismo chabacano, expeditivo, faltón y de derechas, encabezado por una especie de Berlusconi provinciano o de Trump en guayabera. Pero su característica principal era la corrupción; el GIL fue un partido fundado para robar que convirtió la ciudad en una cleptocracia bananera. Aún seguirían mangando sus herederos de no haber intervenido la Justicia porque los marbellíes, o marbelleros, parecían estar a gusto en aquella Barataria con buganvillas, mamachichos y pantojas a la que entregaron tres mayorías y media.

Desmantelado el gilismo y su cueva de Alí Babá municipal y espesa, el populismo regresó al cabo de unos años, pero esta vez con ropajes colectivistas por aquello de Marx sobre la farsa y la tragedia. Tras una etapa de rutinaria normalidad burguesa, bajo gobierno del PP , la capital del lujo turístico cayó en manos de una multialianza de izquierdas: los socialistas, IU, Podemos y una candidatura independentista -¡de autodeterminación!- sampedreña. Podemos no gobernaba pero mandaba, y bastante, desde fuera. Y aunque el alcalde era del PSOE -o sea, del gran partido conservador andaluz-, se trataba de una coalición demasiado estrafalaria incluso para el muy extravagante gusto de Marbella.

Esta semana, bajo la gota fría tardoagosteña , el PP ha recuperado la alcaldía con una moción de censura apoyada por los segregacionistas de San Pedro, cambiados de bando en una pirueta que los desalojados atribuyen a la longa manus de un viejo conocido, Javier Arenas . Las cosas vuelven al cauce tradicional de una pequeña sociedad acomodada en una razonable riqueza, un nivel de vida pudiente para el que el consorcio izquierdista, y no digamos con Podemos por medio, resultaba algo parecido a una incongruencia. El relevo ha hecho poco ruido porque parece pertenecer al orden de la naturaleza, y también porque, arrumbados los fantoches gilistas, los simples avatares de la política local han dejado de excitar el morbo de la prensa. No hay punto de comparación entre estas pequeñas intrigas consistoriales y el alboroto, carnaza de «Sálvame», de aquella tropa de celebridades horteras.

Acaso en esta falta de excepcionalidad haya, sin embargo, un síntoma de decadencia. Porque late en ella un fondo de mediocridad, de adocenamiento, de micropolítica de clase media. Vulgares enredos de poder propios de cualquier pequeña ciudad costera, con sus repartos de carguitos, sus mangoneos especulativos y sus rencillas internas. La Marbella del esplendor , la de los veranos brillantes y las fiestas opulentas, la espléndida Marbella de Hohenlohe e incluso la grosera de Gil, nunca pretendió ni supo ser discreta. Y hasta en sus momentos más convulsos, estridentes o escandalosos mantuvo siempre una cierta pintoresca aspiración de grandeza.

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