El encanto populista

Como estamos viendo en Cataluña, el populismo sigue teniendo un encanto irresistible

José María Carrascal

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Son muchos los que se preguntan cómo es posible que un pueblo culto, de alto nivel de vida y notables cualidades comerciales, industriales y artísticas, como el catalán, haya podido cometer los errores de bulto que ha cometido. El primero, ponerse en manos de unos embusteros, chapuceros, caraduras, cobardes y tan ajenos a la problemática de nuestros días como los que desde el exilio, la cárcel o las tribunas públicas le piden su voto en las próximas elecciones. Y lo más sorprendente es que bastantes están dispuestos a dárselo. Conociendo las nefastas consecuencias que empiezan a sufrir.

La explicación más elemental apunta al nacionalismo, esa especie de trastorno mental transitorio que lleva a los pueblos a acciones insólitas, tanto en sentido positivo como negativo, más del segundo. El mejor ejemplo lo tenemos en el pueblo alemán, también culto y laborioso, que se dejó sugestionar por un charlatán que le prometía un «Tercer Imperio» y estuvo a punto de hacerle desaparecer como nación y como Estado: entre sus vencedores había planes para convertir Alemania en «un país agrícola», y sólo la salvó las divisiones entre ellos. Pero Alemania partía de una humillante derrota, de un Tratado de Versalles leonino, de una inflación que ibas a la compra con el cesto lleno de billetes para volver con unas miserables viandas. Mientras Cataluña partía de la recuperación de su Estatuto autonómico, de una posición económica e industrial puntera respecto al resto de España y del mayor prestigio en ella. ¿Qué fue lo que la impelió a la vorágine independentista, más, cuando Europa intentaba superar los nacionalismos que la habían asolado uniéndose?

La única explicación que encuentro es que los catalanes sucumbieron también a algo más fuerte y antiguo que el nacionalismo, el populismo, que vuelve a causar estragos al socaire de la última gran crisis económica. Suele definírsele como «la respuesta simple a problemas complicados». De hecho, no es más que la demagogia practicada por los sofistas en la antigua Atenas. La fórmula es sencilla: el demagogo dice al pueblo lo que quiere oír, ocultándole lo que le molesta, de ahí su éxito. Se busca un enemigo al que echar todas las culpas de los males y promete un edén económico, político y social gratis, sin esfuerzo, sin drama, sin normas ni exigencias. Basta con echar del poder a los ladrones, corruptos, infames, fachas, etc., que lo ocupan y ponerles a ellos. ¿Se dan ustedes cuenta de que es lo que han venido vendiendo los nacionalistas catalanes, a los que se ha unido la izquierda de todos los matices, ya que su programa es bastante parecido? Hasta que ocupan el poder y, como de edén, nada de nada, hay que montar una «democracia popular», de palo, gulag y «libertad, ¿para qué?», de Lenin. ¿Las recuerdan?

Aún así, como estamos viendo en Cataluña, el populismo sigue teniendo un encanto irresistible. El hombre es el único animal que tropieza, no una vez sino ciento, en la misma piedra.

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