El detective

La vida real también ofrece a menudo misterios que han de ser resueltos a partir de una pista mínima

David Gistau

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A quién puede extrañar que el detective sea uno de los personajes más queridos de la literatura de entretenimiento. Y no me refiero al de la novela negra, solitario, dipsómano, con el «mégot» colgado de los labios, golpeado por la vida, con una gabardina en cuyo bolsillo lleva aferrado un Colt . Me refiero ahora a quien, a la manera de Holmes, resuelve misterios mediante la aplicación de una inteligencia deductiva que le permite ir desentrañando madejas que al principio parecían imposibles. Y a nosotros, asombrados, con él.

La vida real también ofrece a menudo, a detectives de este corte, misterios que han de ser resueltos a partir de una pista mínima que sólo a un coloso de la inteligencia conduce a alguna parte. Pistas que mantienen al detective, bajo el halo de luz de un flexo, tal vez con alguna manía como botar una pelota o beber té, enfrascado en un trabajo ciclópeo de asociación de ideas y deducción con el cual rasca y rasca hasta que le suena el «jackpot» de la inteligencia. ¡El mayordomo en la biblioteca con el candelabro!

Pongámonos por un momento en la piel de un investigador español de la UDEF. Morocho, podríamos llamarlo, que es un nombre muy de «noir» de Garci . Uno que estuviera investigando la contabilidad paralela del PP, los pagos en B, las donaciones, los sobresueldos. Supongamos que a ese investigador le llega la libreta de un contable -siempre son los contables: con Al Capone también- con entradas referidas a quiénes cobraron esos sobresueldos. No es fácil sacar nada en limpio de eso porque los nombres están protegidos por un código diabólico, impenetrable, que hace prácticamente imposible averiguar de quién se trata en concreto. Al lector no le costará nada comprender cuán ardua es la tarea de nuestro Morocho si le digo que el material de que dispone es tan críptico como para referirse a uno de esos políticos que podrían haber cobrado en B con un acrónimo imposible de rastrear: «M. Rajoy». Puf. M. Rajoy. ¿Éste quién será? ¿Esto qué significará? Transcurren para nuestro Morocho dos noches insomnes durante las cuales llega a obsesionarse con esa extraña combinación de letras, M. Rajoy, que no conduce a nada ni a nadie y con la cual se ha quedado atascado pese a prender cirios petitorios en el altarcito que tiene consagrado a Conan Doyle. M. Rajoy . M. Rajoy. ¡Maldito sea el genio del mal que se esconde detrás de esta máscara!

¡Cáspita!, se dice de pronto Morocho, una mañana, mientras desayuna en un bar leyendo el periódico. Agarra el acrónimo maldito, M. Rajoy, y lo coloca junto a un titular referido al presidente del Gobierno. Los compara. M. Rajoy. Mariano Rajoy. M. Rajoy. Mariano Rajoy. No, piensa Morocho. Tampoco hay tanta coincidencia. Podría tratarse de cualquiera. Decepcionado, Morocho vuelve a meterse el apunte en el bolsillo y busca la sección de deportes, dudando entre pedir o no un tercer café. Últimamente ha tenido problemas con la presión.

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