Cincuenta

Un rey que debería sentirse el menos provisional de los personajes públicos

David Gistau

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Ahora que la heredera Leonor parece estar siendo iniciada en la noción del destino por su padre, conviene reparar en un aspecto accidental de su origen inmediato en el que a buen seguro algún día se pondrá a reflexionar. Si observa la vida de los tres eslabones dinásticos anteriores a FB6, verá que ninguno de ellos fue rey «en el cargo» hasta el final de sus días. Uno ni siquiera llegó a reinar y, sin proponérselo, a punto estuvo incluso de provocar una escisión «juanista» neutralizada por sus propias renuncias y de la que merece la pena hablar con Anson. Los tres conocieron el exilio, ya fuera como circunstancia sobrevenida o como contexto de nacimiento.

A esto agréguese la volatilidad de los tiempos españoles contemporáneos; la fatiga de un ciclo narcisista, el de la Transición, que en su decadencia sigue convencido de que no hubo una España mejor que la apañada en los setenta; los abusos parasitarios del entorno que envenenaron los últimos años de Juan Carlos; y la irrupción, ya mitigada, de unos vocingleros justicieros sociales a los que no se les caía de la boca la palabra guillotina. Todo sumado, el resultado da una atmósfera por la cual no debe sorprender a nadie que la monarquía de FB6, también cuando se disfraza de funcionariado de clase media que cena sopa en familia y en familia va al colegio con el servicio y los escoltas mantenidos a propósito fuera de plano, parezca existir como si cada día pudiera ser el último. Como si cada día hubiera que merecer el derecho de no pasar, al día siguiente, por el accidente recurrente del exilio.

En realidad, esta ansiedad tiene ventajas. No está mal que al menos una institución conserve la tensión meritocrática en un país caracterizado, también después del final del bipartidismo, por la aspiración de los mediocres a conseguir a través de la política una posición vitalicia de extracción de recursos públicos. Jóvenes turcos de la nueva política que no hicieron sino sustituir a quienes antes trincaban en la misma mamandurria pública. Personajes sin currículum ni servicios prestados que enlazan nombramientos para no bajar jamás del cotarro. Diputados que lo son desde hace doce o trece años y que impostan una actitud insurgente, independentista, que jamás alcanza para que renuncien a un solo sueldo. Ante este panorama, un rey que debería sentirse el menos provisional de los personajes públicos es el único que parece haber interiorizado las nociones del deber y el merecimiento cotidianos. Interiorizado incluso demasiado, porque a veces parece que la única debilidad de esta Corona es el complejo de meritorio de su titular, la necesidad que tiene de camuflarse como para pedir perdón por ser rey. Con una única pero clamorosa excepción, la del discurso que lo legitimó, si hubiera sido necesario, ante un examen propio análogo al del 23-F. En realidad, la debilidad no es tal y por eso ni siquiera hacía falta dar tanto el coñazo con la adulación a la coreana en su cumpleaños.

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