Cabalgata

Para cuando pasaron los Reyes, el chaval estaba acodado en la barra de la Cruz Blanca y decapitaba percebes con una mano

David Gistau

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Ocurrió el día de la cabalgata de hace ya muchos años. Me tocó llevar a mi ahijado, que estaba en esa edad fronteriza en que los niños, al desprenderse de creencias mágicas , se van convirtiendo en personas aptas para concursar en una oposición del Estado. Este niño en concreto, sin embargo, aún no había atravesado la frontera, por lo que rezumaba ilusión por ir al encuentro de los Reyes de Oriente cuando me lo entregó su madre en la puerta de casa.

Fuimos en Metro para sortear la congestión de las calles. Al caminar por Conde de Peñalver hacia el recorrido de la cabalgata en Alcalá, nos mezclamos con otras personas igualmente mágicas y felices, familias nucleares la mayor parte de ellas. Algunos niños llevaban bolsas de plástico vacías para llenarlas de caramelos y algunos adultos tenían escaleras plegables de tres o cuatro peldaños para ganar ventaja posicional en la captura de los dulces arrojados al aire. El niño me hizo notar que nosotros no teníamos y le dije que no se preocupara, que ya lo subiría a hombros. Se lo dije calculándole el peso a ojo y preguntándome si en su casa no tendrían demasiada afición a la bollería industrial. Cada vez se hacía más difícil caminar y en mi interior ya se libraba una pugna crudelísima de la magia y la felicidad contra la agorafobia y la misantropía.

Cuando llegamos al chaflán de Goya y Alcalá, justo donde aún estaba la cervecería de la Cruz Blanca , el niño se detuvo y se quedó pensativo. Algo había que no sabía cómo decirme. Lo animé hasta que por fin se desahogó. Con delicadeza, me dijo que no sabía cómo abordar el tema porque ignoraba cuáles eran mis creencias y no deseaba chafármelas. Pero que, en lo que a él respectaba, le quedaría para el recuerdo una tarde con su padrino mucho más feliz si en lugar de llevarlo a hacer el gilipollas intentando atrapar en el aire unos caramelos arrojados por unos concejales del PP con barba postiza nos metíamos en la Cruz Blanca para atizarnos unos percebes. Cáspita. ¿Y la felicidad? ¿Y la magia? ¿Y el portal de Belén? Ésas, me respondió, eran ilusiones que fingía porque su madre, a pesar de su edad, sí parecía creer en los Reyes Magos y hasta les mandaba cartas absurdas introducidas dentro de un globo lleno de helio, cartas que le hacía firmar ¡a él! Pero conmigo no necesitaba fingir.

Para cuando pasaron los Reyes, el chaval estaba acodado en la barra de la Cruz Blanca y decapitaba percebes con la uña y con una sola mano, con una habilidad natural que rara vez he vuelto a ver . Después de eructar la Fanta, se declaró dispuesto a regresar a casa para seguir fingiendo ilusión. Sólo necesitábamos, para procurarnos una coartada, pasar primero por una tienda de caramelos y conseguirnos unas toallitas aromatizadas con limón para los dedos. Por más que los Reyes Magos fueran famosos por su prodigalidad, tampoco se trataba de hacer creer a la madre de mi ahijado que habían entrado en Madrid tirando al aire ramilletes de percebes.

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