Una bandera quedó atrás

Los mismos bazares chinos que el 8 de octubre vendieron banderas españolas tenían ahora expuestas las «esteladas»

ORIOL CAMPUZANO
David Gistau

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Mientras Forcadell , con expresión de ir a eructar una pluma de Piolín, declaraba la independencia, un operario reparaba el cartel de neón de un comercio colindante con la plaza de San Jaime. Fue un efecto extraño: ese hombre se subió a una escalera siendo español y cuando bajó era extranjero. ¿Se sentiría transformado de alguna manera? No fue el único que estaba a sus cosas, ajeno a la votación, mientras la megafonía instalada alrededor del parque de la Ciudadela proyectaba una y otra vez la palabra «historic», con una cadencia igual a la de las máquinas que arrojan pelotas de tenis, como si fuera el péndulo de una hipnosis colectiva. En hora temprana, un largo paseo a pie desde Sants revelaba que Barcelona iba mutando a medida que se acercaba uno al epicentro de lo «historic».

En el Ensanche, oficinistas y estudiantes extranjeros desayunaban como en el día cualquiera de una ciudad cualquiera, como si nada fuera a ocurrir que pudiera comprometer su destino personal. Cercana la plaza de Cataluña, empezaba uno a ver señales: personas con la «estelada» a modo de capa o con camisetas de los Jordis en ese estampado donde parecen un dúo que concursó en Eurovisión con mal resultado. En el Borne y en los alrededores del Arco de Triunfo se arracimaba el gentío militante, atraído por la megafonía como por el canto de un muecín. Los mismos bazares chinos que el 8 de octubre vendieron banderas españolas tenían ahora expuestas las «esteladas». Algunos turistas montados en «segways» penetraban la masa y miraban alrededor como preguntándose qué fiesta patronal era aquella.

Erizados por sus varas de mando, entraron hacia el parlamento los alcaldes independentistas que luego se comportarían como una patota peronista para intimidar a los discrepantes con lo «historic». Fue sólo uno de los detalles desagradables de un pleno degradante a pesar de ser «historic» y que culminó con el acobardado recurso de la votación secreta con medio hemiciclo vacío como la osamenta de la Cataluña sobrante . Una soledad de terciopelo rojo quedó allí. Mientras cantaban el himno, los diputados tenían en el semblante una solemnidad triste, preocupada, distinta de la alegría por la conversión en estatuas de parque que habría cabido suponerles. Era como si temieran que en los vasos fuera a temblar el agua por las pisadas del Leviatán entrando por la Diagonal.

Alrededor de las tres, en las calles del Borne también hubo una extraña contención de la emoción. Sin fanfarrias, sin festejos, como si no acertaran a creérselo o como si se estuvieran palpando por dentro para comprobar si el hechizo nacionalista, una vez pronunciado, los había transformado, a diferencia del operario cuyo desdén «historic» había hecho inmune. Es verdad que algunas personas lloraban y que otras caminaban solas con una inmensa sonrisa , como alucinadas. Pero la mayor parte se dispersó hacia las terrazas de los restaurantes y almorzó apaciblemente, haciéndose fotos de grupo como de excursionistas. Pese a la sensación de victoria deportiva potenciada por la retransmisión del pleno en pantallas gigantes y en televisores de bar, aquí no se cantaba el alirón.

Había que llegar a Layetana para escuchar bocinazos con la cadencia futbolera: otra vez lo deportivo, casi indistinguible de la euforia nacionalista. Festejaba sobre todo la muchachada en «scooter». Comenzaron a circular consignas para concentrarse, para proteger los edificios oficiales si aparecía el Leviatán: los mismos diputados que votaron en secreto para protegerse exigían ahora que la calle se expusiera a los choques por ellos. Pero el Leviatán no iba a comparecer y la jornada de ayer, «historic», impune, humillante para la España del 78 , derivó hacia lo festivo en cuanto la gente comenzó a congregarse en San Jaime y a pedir que fuera arriada la bandera española que aún ondeaba en el palacio: «Fora, fora, fora...». Todo el mundo miraba hacia arriba como si fuera a desprenderse en un Iwo Jima inverso, en una metáfora de la derrota con sus mástiles desocupados. Como en un desafío para quien debiera después izarla de nuevo: «I shall return».

A media tarde, procedente de la Ciudadela hacia San Jaime, irrumpió en Layetana una columna impresionante. Actuaban como servicio de orden unos bomberos con petos fosforescentes a los cuales obedecieron hasta los guardias urbanos cuando cortaron la vía para que la columna pudiera avanzar. Se formó un atasco inmenso en el que permanecieron bloqueados dos autobuses turísticos de dos pisos de los que hacen «tour» . Ello no pareció impacientar a los turistas que, cuando por fin fueron autorizados por el piquete de bomberos para pasar, saludaron a su paso y se fusionaron con el espíritu de celebración. En San Jaime ya había entonces empezado a fluir el espumoso, a sonar los primeros acordes de un concierto, a gritarse viscas. A gritar la muchedumbre «somos independientes» como si aún necesitaran convencerse de ello. Seguían taladrando con los cánticos la bandera española que se resistía a ser arriada y había como una expectativa papal cada vez que las ventanas del balcón parecían ir a abrirse. En sentido contrario, el paseo volvía a llevar a barrios donde nada de esto parecía estar pasando, donde nadie miraba los vasos como si el agua fuera a temblar con las pisadas del Leviatán que estaba siendo liberado en Madrid con recelos de pañuelos verdes acerca de su bravura.

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