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Álex García y Judith Diakhaté, en una escena de «El burlador de Sevilla» - sergio parra
crítica de teatro

«El burlador de Sevilla»: Don Juan en los infiernos

El Teatro Español presenta una nueva producción del texto atribudo a Tirso de Molina que dirige Darío Facal

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Aunque existe un buen número de relatos y leyendas de diversas procedencias sobre caballeros amorales que invitan a calaveras o difuntos a una cena y luego sufren las consecuencias de su petulancia, se conviene que el don Juan con el que el mito levanta el vuelo para instalarse en la gran galería de personajes del imaginario universal es el creado en el primer cuarto del siglo XVII por Tirso de Molina, o tal vez por el sorprendente Andrés de Claramonte, que en eso de la autoría hay también opiniones diversas. Este don Juan, convengamos que de fray Gabriel Téllez, es el primero de una lista de burladores que atraviesan épocas y literaturas ofreciendo distintos rostros, modos y hasta mutis final para un mismo galán arrasador de honras.

El del mercedario enhebra conquistas femeninas sin miedo a la justicia humana, amparándose en su alta posición social, y pensando que para el sentir el peso de la justicia divina aún le queda mucho tiempo -«¡qué largo me lo fiáis!»-, siendo éste, el de la confianza culpable, su principal pecado, y sus granujerías amorosas, según Francisco Rico, una estrategia para lograr que los espectadores sintieran cierta simpatía envidiosa por el canalla para luego apreciar más rotundamente la moraleja del castigo.

La versión de Darío Facal apuesta decididamente por ese segundo aspecto de la obra, reivindicando el poder erótico del mito, una especie de tarjeta de presentación del seductor que propicia que algunas de sus víctimas, incluso sospechando que nunca cumplirá sus promesas, le abran el joyero de sus encantos. Un espectáculo lleno de ruido y furia pero para nada contado por un idiota, porque el director organiza un pandemonium adecuadamente postdramático –con música en directo, audiovisuales, desnudos, cámaras que registran lo que sucede en escena, peleas y mucho micrófono en ristre– que contiene escenas formidablemente resueltas, como el de la seducción de la joven campesina recién casada (estupenda Judith Diakhate) y la exhibición de las cuatro rosas de sangre como prueba de la desfloración según la tradición gitana. En alguna otra, como la de la estatua «king size» del comendador, se echa en falta una solución más imaginativa para esa presencia espectral de piedra.

El principal problema de este montaje, en general muy estimable, de gran complejidad técnica y lleno de alicientes (entre ellos el trabajo de los intérpretes, con un mayúsculo Luis Hostalot como don Pedro Tenorio), quizás estribe en que resultan demasiado evidentes los esfuerzos por subrayar su intención transgresora, aunque luego no sea para tanto: todo lo que Facal explicita está en el texto de Tirso.

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