José Antonio Hernández-Díez, con una de sus obras en el MACBA
José Antonio Hernández-Díez, con una de sus obras en el MACBA - Inés Baucells
ARTE

José Antonio Hernández-Díez: «La obsolescencia artística programada también existe»

En 1991, José Antonio Hernández-Díez se daba a conocer con la muestra «San Guinefort y otras devociones», en Caracas. Sus obras, y su espíritu, son recuperadas en la monográfica del MACBA «No temeré mal alguno», en su ciudad de acogida

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Cuenta el venezolano José Antonio Hernández-Díez (1964) que la fuerte personalidad del Convent dels Àngels determinó el devenir de esta, su primera monográfica en un museo en Barcelona. Podría haber introducido en él obra última, o lo que dio de sí su estancia en España desde su llegada en los noventa. No. El artista ha optado por sus primeras obras, producciones en vídeo que más tarde dejó de interesarle. Piezas que lo descubrieron, desde Caracas, a los grandes comisarios internacionales y con las que construyó una «nueva iconografía cristiana». Por eso, «resucitadas», dialogan tan bien con el espacio.

–Se retrotrae a sus orígenes. ¿Por qué?

–La idea fue siempre hacer algo con este edificio, lo que me condicionaba y remitía a obras que fueron concebidas para espacios blancos, clínicos, aunque tanto el primer comisario, Bartomeu Marí, como yo, sentíamos que podían encajar aquí.

Luego entraron en escena los chicos de Latitudes, que supieron hacer que me sintiera cómodo aquí con esta obra tan «cíber punk», tan «cíber clínica».

–Por entonces lo que perseguía era ilustrar «una nueva iconografía cristiana». ¿Por qué eran necesarios nuevos iconos?

–Yo estaba en mi veintena y muy influido por la lectura del momento: la aparición de lo «cyborg», la manipulación genética... Además, en Latinoamérica se imponía cierta relación sincrética, que emanaba del «collage» y el expresionismo abstracto, y a la que quise aportar un tercer elemento: la parte tecnológica. Las obras ilustraban cierta nueva iconografía cristiana, que se topaba con creencias y símbolos con los que aún convivimos. Pero no quería mostrarlos, como mis colegas, con pinturas, foto o «collages», sino que me interesó el vídeo, la «performance»...

–Y así ampliaba el número de «deidades».

He aprendido que el vídeo no es el mejor soporte. Sin embargo, nunca tuve formación como pintor

–Me sentía como si el Vaticano me hubiera encargado a mí inventar objetos religiosos para fomentar la fe en un futuro apocalíptico. Qué duda cabe de que hoy lo haría de otra manera, no tanto con aparatos, sino con una reprogramación neuronal. Me interesa subrayar esa visión del futuro tan analógica que teníamos en los ochenta, tan de objeto frente a lo virtual actual.

–Esa es la cuestión: de esa cita han pasado 25 años. Estos no son ni el mismo tiempo, ni el mismo contexto. ¿En qué han cambiado usted y su proyecto?

–Lo principal es que dejé de trabajar en vídeo hace diez años. Cuando lo digital comenzó a apoderarse del arte y se conviertió en soporte a mí me dejó de interesar. Me concentré en la escultura, me volví minimalista, aunque los temas fueran los mismos: la relación entre alta y baja tecnología, la tecnología pop de consumo... No me interesa la utopía tecnológica.

–Recuerdan los comisarios que los muertos regresan al presente porque no se les enterró adecuadamente. Usted ha realizado un verdadero ejercicio de exhumación, de resurrección de obras desaparecidas.

–Las curadorías funcionan cuando los comisarios logran sacarte de tu zona de confort. Aquí, ese ejercicio ha sido interesante. Hay obras como «Houdini», tan complicada, que uno se olvida de hacerla. A lo que se suma un trabajo de pesquisa, de encontrar los materiales. Yo no habría hecho esta exposición si hubiera sido mi propio curador.

–¿Y dónde estaban y cómo estaban todas estas obras?

–Muchas estaban en colecciones, pero es verdad que en su mayor parte superan la treintena. Y no es lo mismo tener en tu colección una pintura o una escultura que un vídeo. Con este tipo de trabajos, los coleccionistas el primer año están encantados, y los encienden todo los días. Cuando pasan tres, cinco, siete, empiezan a plantearse que ocupan un espacio, que precisan de mantenimento, que cada equis tiempo hay que trasferir el formato... Es más fácil que todo caiga en depósitos. Y así fue. Ninguna de estas obras funcionaba, salvo la de la colección la Caixa [«La hermandad»].

–Quizás lo que no se plantean los artistas que trabajan con tecnologías es algo que ahora nos es muy cercano: la «obsolescencia programada».

–¡Es que existe hasta la obsolescencia artística programada! Pero cuando eres joven, el entorno estimula y no piensas en el tiempo. Además, no se debe.

–Le pregunto por algo presente aquí y que comparten arte y religión: la vitrina.

–La primera vez que viajé a Europa me sorprendieron sus reliquias y los cubos de cristal que las contenían. Mezclar eso con las peceras empleadas para manipular sustancias radioactivas o virus mortales me llevó a obras como «San Guinefort» [con un perro disecado]. Ambos mundos eclosionaban en ella. La vitrina era de metacrilato, derivado del petróleo (soy venezolano). Y el vídeo es otra vitrina...

–¿Significa eso que no entiende la obra de arte como reliquia?

–Lo que he aprendido es que el vídeo no es el mejor soporte. Sin embargo, nunca tuve formación como pintor. Y «Annabel Lee» (1988), con vídeo y presente aquí, fue mi primera obra. Era el cine lo que me interesaba. No obstante, hay cosas que me emocionan. Hay artistas que me producen lágrimas. Pero solo a ratos... Muchas de estas obras se van a destruir tras la muestra.

–«La hermandad» cierra ese ciclo. La destaco porque formó parte de una muestra importante, «Cocido y crudo», en el Museo Reina Sofía, de las primeras sobre «lo latino». Usted no se reconoce en esa etiqueta.

Soy un ateo natural, pero me eduqué maravillosamente en un colegio católico y lo agradezco

–Yo soy más caribeño. « Cocido y crudo» surge en un momento interesante en el que curadores como Dan Cameron se acercan a nuestro contexto. Me reconozco en lo latino, pero más en cierto arte anterior al de mi propia generación: los constructivistas, los cinéticos... Pero exposiciones como esa sirvieron para generar y también fracturar la idea que se tenía de lo latino.

–¿Se ha convertido en un descreído de las tecnologías?

–Me quedé en los 80. Facilitan la vida, pero las que me interesaron fueron las de un momento en el que había una parte romántica de la que hemos ahora de desprendernos: todo se ha convertido en códigos binarios.

–Le vuelvo a plantear la pregunta: ¿Ha enterrado usted bien a estos muertos?

–Creo que no. «Annabel Lee» siempre va a estar ahí. Como «Houdini», siempre escapando, de igual forma que «San Guinefort» no se va a corromper nunca...

–¿En qué cree usted?

–Soy un ateo natural, pero me eduqué maravillosamente en un colegio católico y lo agradezco. Haber conocido lo que es una misa, una sacristía, rebrota en mi obra. Me ayudó muchísimo.

–¿En qué creen los que no creen?

–En la alegría. En el arte. Creo en mi hijo, en mi familia. En la naturaleza. Y en el escepticismo y la espiritualidad sin alma.

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