García Márquez, en una foto de su juventud
García Márquez, en una foto de su juventud
LIBROS

García Márquez: «Corríamos a escondernos de los muertos»

El 17 de abril se cumplen dos años de la muerte de García Márquez. ABC Cultural rinde homenaje al Nobel colombiano publicando una de las últimas entrevistas que concedió. El estremecedor retrato de quien ya no recordaba ser el autor de «Cien años de soledad» pero aún soñaba con la casa de su infancia

Cartagena de Indias Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Gabriel García Márquez estaba en el segundo piso de la casa, su refugio en Cartagena de Indias, e inició el descenso de las doce gradas de baldosas color arcilla roja; apoyaba su mano derecha en un bastón brillante de fina madera color café y agarradera en arco, forrado en acero dorado. Bajó grada a grada por el centro de la escalera con pasos cautelosos. Yo y su mujer Mercedes, junto a su hermana Rita y su hija Chechi, lo esperábamos en la cocina auxiliar alrededor de una amplia mesa de cristal. Su descenso lento, pausado, me permitió verlo con detenimiento: una vez confiado al bastón, lanzaba su cuerpo dando en el aire un paso de baile de cumbia.

Sobre la mesa lo espera una maqueta de 1.00 por 0.60 metros de la que fue su casa, hogar de sus abuelos maternos en la población caribe de Aracataca

, que no veía desde hacía más de cuarenta años y de la que se había ido para siempre hacia finales de 1937. «Es difícil imaginar otro lugar más olvidado, más abandonado, más apartado del camino de Dios», dijo alguna vez.

Bajo su brazo izquierdo apretaba doblados varios ejemplares de medios escritos y, aunque decía que «las personas inteligentes no leen periódicos», los protegía como si fueran parte de su cuerpo. Su cabello era frondoso, brillante, de rizos como burbujas de mar; desordenados se mecían suaves, saltarines, su nariz aguileña, grande, su bigote blanco, amplio, recortado como con láser, resaltaba sus labios carnosos color rosa ceniza. Vestía un pantalón blanco, guayabera gruesa de lino azul claro y de manga larga holgada, que le caía casi hasta las rodillas. Calzaba unos mocasines blancos de cuero suave sin medias, no mostraba prendas en sus brazos ni en su pecho. «El oro se identifica con la mierda; es mi caso: un rechazo a la mierda, según me dijo un psicoanalista», sentenció años atrás. Mi primera impresión al verlo bajar las escaleras es que éstas no terminaban nunca, yo veía ante mí a un abuelo manso, indefenso, a punto de resquebrajarse, le vi una tristeza lejana, una melancolía en su entorno, el costeño arrebatado de su juventud había desaparecido por completo. Por algo afirmaba: «Los costeños somos la gente más triste del mundo». Solo hasta ahora comprendo sus palabras.

Como de carne y hueso

Me incorporé para verlo bajar los últimos escalones y los tres metros llanos que nos separaban, y allí lo tenía frente a mí, parecía de verdad, era como de carne y hueso. No era blanco, negro, indio, era ninguno, era de todos un poco, su culo parado delataba su origen caribe. Tenía una luna que lo iluminaba por dentro, sus ojos saltones, escrutadores, miraban extraviados al cielo. Caminó lento hacía mí encuentro, parecía perdonando el viento, me miró de frente y me tendió la mano fuerte, carnosa, rellena de algodón prensado, palpé y sentí su calor. Si Dios existe, este es un milagro. Gabo me clavó sus ojos, y habló para él mismo: «A ver, qué es lo que me tienes por acá», como si hubiéramos sido amigos desde siempre, entonces olvidé mi preocupación de como saludarlo, ya él lo había hecho, y me salió algo así como: «Maestro, mucho gusto».

Saludó enseguida a Rita, su hermana, quien se le acercó con dulzura. Gabo la abrazó y ella, con sus escasos uno cincuenta metros, pareció perderse como un pichón en su cuerpo de herrero. Mercedes y los demás se mantuvieron en sus sillas, como abejas mudas alrededor de la mesa.

En ese momento eran conocidas los estragos de sus dolencias, en los últimos años no podía sostener una conversación coherente, ni controvertía ningún tema, escuchaba en silencio, solo la música caribe tenía el poder de despertar su locuacidad y hacer vibrar su cuerpo.

Fue conocido el disgusto que Gabo sintió cuando se quiso reconstruir su casa de Aracataca sin tener en cuenta sus recuerdos

En enero de 2013 conocí a Mario Vargas Llosa en la ciudad de Cartagena, me firmó un libro que no era suyo, momento que aproveché para preguntarle si sabía algo de la salud de García Márquez. Estiró su largo y elegante cuello de pavo real, me miró, se silenció y en el momento que creí iba a decirme algo sobre Gabo, sus ojos se elevaron, su mirada pareció perderse en un punto fijo, volvió hacia mí y me contestó: «discúlpame», su mirada bajó hacia la mesa que ocupaba y agregó: «No te imaginas cómo está mi cabeza en este momento». No insistí más, me fui a otra mesa que en ese momento ocupaba solitario el expresidente de colombiano Belisario Betancur, quien anotó en el mismo libro que antes me había firmado Vargas Llosa: «¡La obra de García Márquez es la excelsitud!». El libro que conserva tan peculiares recuerdos es «La soledad del lector», de David Markson.

En los últimos años Gabo no viajaba, lo viajaban, lo llevaban por todo el mundo, parecía un monje feliz, una especie de buda viajero. Mercedes siempre lo acompañaba hasta los rincones más extremos del mundo. Su «cocodrilo sagrado», con quien se casó «para no comer solo», hace más de sesenta años que no lo ha abandonado en ningún momento. Sin embargo o por ello, Gabo declaraba que «es difícil convivir con una mujer. ¡Es más fácil vivir con otro hombre!».

Mercedes, la Gaba, se mantiene plácida, inalterable, conserva una elegancia egipcia de movimientos serpentiles lentos, insinuantes, voluptuosos; la sabiduría parece haberse acumulada en sus parpados caídos. La miro curioso, me sostiene la mirada impávida, sus ojos me penetran sin compasión.

El Nobel, de lejos

Eran las doce y treinta de la tarde, la misma hora y el mismo sol del 27 de febrero de 1950 en que Gabito, a sus veinte y tres años, seguía a su madre por las calles desoladas de Aracataca, para vender lo que quedaba de su casa. Ese fue el día en el que terminó de convencerse de que no haría otra cosa en la vida que la de ser escritor.

Estábamos en otra de sus lujosas mansiones en medio mundo, una casa colonial diseñada por el arquitecto Rogelio Salmona, al lado del hotel Santa Clara, un prestigioso hotel en Cartagena de Indias, donde los huéspedes pagan una suma adicional para poder apreciar aunque sea de lejos una parte de la casona del Nobel. Gabo adquirió la casa hacia mediados de la última década del siglo pasado e inició su remodelación a pesar de su olvido: «Cuando llegamos aquí yo no recordaba que era mía, entonces sembramos árboles y nos quedamos», dijo alguna vez.

«La pérdida de la memoria es como una mancha de aceite que se extiende al pasado», dijo Luisa Santiaga, la madre de Gabo

El destino divino y su familia, a la que desde años atrás me había acercado mucho, me habían abierto las puertas de su casa, aunque jamás vislumbré que alguno de su clan familiar me sirviera de enlace para entrevistarlo. Un día recibí una angustiante y alegre llamada de Aída, exmonja y hermana del Nobel, quien con su voz modulada me dijo: «Emilio, Gabo te espera mañana en su casa, debes estar allí a las doce y treinta del día, debes ser puntual, él tiene muchos compromisos; yo no puedo acompañarte, tengo gripa, y no quiero que Gabito se contamine por mi culpa. Irás con mi hermana Rita, con ella estarás mejor, es como si fuera su casa». Esta llamada se produjo mientras un luto envolvía la ciudad de Barranquilla, donde yo me encontraba en sus desenfrenados carnavales, los mismos que Gabo disfrutó delirante muchos años. A esa hora caía la noche y había sido enterrado su símbolo « Joselito Carnaval». Las viudas lo habían llorado entre gritos desgarradores, reclamando a Dios que el descanso eterno no lo fuera tanto, se arrojaban a la parte más noble del muerto, querían llevarse en un mordisco su último recuerdo, mientras él parecía el muerto más feliz de la tierra. Su medio metro era bañado en lágrimas y besos mientras sonaban los acordes de la gaita y las tamboras.

Un amplio portón colonial de madera café nos separaba del interior. La sobrina de Gabo que me acompaña timbra y su hermana Rita se identifica. A los pocos segundos Rafael, un hombre maduro, de contextura fuerte, unos 70 años, y varios al cuidado de la casa como mayordomo, abrió las puertas del portón e ingresamos al amplio patio lleno de materas blancas sembradas de palmeras, lo demás eran flores y pequeños brotes de pasto verde bien cortado y fresco.

Nada que preguntar

Yo no iba en plan de entrevistarlo, lo cual me liberó por fortuna de hacerle preguntas y de indagar sobre su vida; había leído todas sus entrevistas, su obra y notas de prensa; además, compartí cafés interminables con sus hermanos, donde no había otro tema que el de hablar de su vida. ¿Qué se le puede preguntar a un hombre que por más de sesenta años ha hablado de todo, y al que yo no conozco? No obstante debo confesar que llevé mi celular activado y quise guardar esta conversación privada; Dios a veces es bueno: el aparato no funcionó, y hoy mi conciencia me hubiera castigado por deshonrar esa reunión tan amistosa, tan íntima.

En el momento de nuestra entrevista era conocido que padecía lagunas en su memoria, los especialistas le dieron el extraño diagnóstico de «insuficiencia cognoscitiva». Su madre Luisa Santiaga la definió en su lenguaje ancestral: «La pérdida de la memoria es como una mancha de aceite que se expande al pasado».

La pérdida de la memoria es el mal que aqueja a la familia García Márquez, y extrañamente todos los hombres la han sufrido, pero ninguna de las hermanas. Al ver las primeras muestras de esta enfermedad, Gabo fue consciente de su herencia; departiendo con su primo, el poeta José Luis Díaz-Granados, admitió: «Es el mal de la familia, yo ya estoy preparando los otros tomos de mis memorias antes de que se me olviden las cosas».

¿Qué se le puede preguntar a un hombre que por más de sesenta años ha hablado de todo, y al que yo no conozco?

Jaime, su hermano más cercano, me dijo que la mejor fórmula para combatir la pérdida de memoria que Gabo había encontrado era tomar champaña, al parecer las burbujas irrigan más oxígeno a la sangre, controlando la ansiedad que produce la enfermedad. Fue entre otras la razón de abandonar el whisky, el licor preferido del Nobel. Alguna vez el presidente de Panamá, Omar Torrijos, en una parranda le había sugerido al Nobel tanquear el avión de whisky en vez de gasolina y recorrer el Caribe.

A principios del año 2000, ante el implacable avance de su pérdida de memoria, había que llevarlo a la actualidad, provocar su pasado, inducirlo, sin preguntarle nada. Gabo sufría enormemente por la ansiedad de no saber de qué se le hablaba y, peor aún, de no poder recordar a su interlocutor, que en el peor de los casos era un amigo. Lejana estaba la época en que poseía una memoria descomunal. «Ahora son otros tiempos», le confesó al poeta Díaz-Granados: «A mí me ocurre que cuando encuentro una grieta en la memoria me da pánico, siempre tuve una memoria verraquísima».

Alma dolorida

Pocos días antes de su muerte se le celebró una fiesta en Cartagena. En esta última parranda, vio a un hombre en el extremo de la sala, lo miró fijamente con sus ojos escrutadores, pero no pudo recordar de quién se trataba, atravesó la sala hacia él, lo abrazó con fuerza y le dijo. «No recuerdo quién eres tú, pero sí sé que te quiero mucho». Se confundieron en un abrazo estremecedor, ambos lloraban sin pronunciar palabra alguna, todo estaba dicho en ese abrazo: era su hermano Jaime, quien de manera discreta se retiró callado, no le dijo su nombre para no herir más esa alma que ya sufría demasiado. Jaime, en el café Abaco de Cartagena, me recuerda esa escena con sus ojos empañados, le temblaba su voz, me mira y me dice: «Tú eres de mi familia, tu eres otro hermano».

A finales del siglo XX, la salud de Gabo se deterioró demasiado, debió ser sometido a altas dosis de quimioterapia, sus defensas se redujeron hasta un 30%, pero recuperó su peso, su fortaleza. En Cuba le realizaron pruebas genéticas para controlar su enfermedad, pues «nunca se sabe si una persona está bien o mal de un cáncer»; debió tomar en los últimos años de su vida, de forma permanente, pastillas que le inducían al sueño, ya su caminar de paso llano delataba su pérdida de sensibilidad en los pies, producto de los efectos colaterales de su tratamiento con quimioterapia para su cáncer linfático, que a pesar de su aparente recuperación le exigía someterse a controles rigurosos de forma permanente. Ese mismo cáncer fue el que finalmente hizo metástasis y le ocasionó la muerte. Esa muerte, su propia muerte, que quiso relatar con su pluma: «La muerte es la experiencia más importante de la vida de uno, sobre la cual no podré escribir una novela», confesó años atrás. Nunca hablaba de su muerte, la temía, era algo intocable, lo hacía por medio de sus personajes: «La muerte es como si de pronto se apagara la luz». En sus últimos años debió de sufrir, no por la enfermedad que lo consumía, sino por el drama consciente de no poder escribir, para él debió de ser el mayor de sus sufrimientos.

«A mí me ocurre que cuando encuentro una grieta en la memoria me da pánico», confesó García Márquez

Mi diálogo con García Márquez se originó años atrás, cuando me puse a la tarea de construir un modelo de la casa donde el Nobel nació y se crio durante su niñez. Fue conocido el gran disgusto que Gabo sintió cuando se quiso reconstruir su casa de Aracataca sin siquiera tener en cuenta sus recuerdos, ni los de su familia, la casa reconstruida debió ser nuevamente derrumbada ante su reacción y su deseo perentorio de que él mismo la haría como era en sus recuerdos.

La maqueta con la que espero al Nobel es obra de su sobrina arquitecta, Chechi, y en ella se aprecia con absoluta realidad cada uno de sus cuartos, pasadizos, patios, solares, muebles, detalles hasta la escalera de madera donde su abuelo, el coronel Nicolás, encontró el comienzo de la muerte en una agonía lenta al caer desde el último peldaño, en busca de una lora parlanchina que hacía de reportera en una época lejana mientras vociferaba: «¡Viva el partido liberal, godos hijueputas!».

Gabo le confesó a Plinio Mendoza en «El Olor de la guayaba»: «Todos los días despierto con la impresión, falsa o real, de que he soñado que estoy en esa casa de Aracataca». Era allí donde, según cuenta su biógrafo Dasso Saldívar en «El viaje a la semilla», «La abuela lo sentaba en una silla de mimbre a las seis de la tarde y lo amordazaba con el terror de los espíritus endémicos de la casa para que no siguiera preguntando y molestando».

Silencio lunar

La maqueta de su casa natal se hallaba encima de una enorme mesa de vidrio; en la casa de Gabo, no veo en absoluto un solo libro, ni siquiera una revista que atenuara mi espera. Recuerdo su confesión: «Mi recuerdo más vivo y constante no es el de las personas, sino el de la casa de Aracataca donde vivía con mis abuelos». Fue su sobrina a quien le correspondió hacerle una ligera presentación de su casa a escala, de la que ella había sido arquitecta. Chechi le explica a su tío el origen de la maqueta, con una voz nerviosa: que esa casa –su casa– era mía.

Gabo se sentó, miró con detenimiento cada uno de las piezas de su casa, sus muebles, su cuna y su comedor, todos sus pasadizos, olió el aroma de los geranios, el ruido del agua que la recorría, la tierra descarnada. De repente, todo fue silencio. Neil Armstrong, el primer astronauta que pisó la luna, debió de sentir un silencio igual, no puedo hoy determinar el tiempo pasado, no sé si fueron minutos, horas, o ninguno; Gabo recorrió con su mirada todos y cada uno de los rincones de su casa sin pronunciar palabra alguna, una película sin guion recorrió su mente, miles de imágenes debieron pasarle por la cabeza en un segundo, era la película de su vida, de pronto se paró, miró una vez más y su semblante tenía una palidez sepulcral, como si una luna espectral atravesara su cara brillante. Las hojas que a esa hora caían danzando en la brisa de la arbolada de su patio frenaron su baile, las olas del mar cercano dejaron de abatirse, todo fue silencio, no había el menor respiro. Gabo lloraba.

Un sentimiento de culpa me estremeció, algo me reclamaba haber generado su llanto, sentimiento que aún me martilla implacable como un pecado imperdonable.

Nunca hablaba de su muerte, la temía, era algo intocable: «La muerte es como si de pronto se apagara la luz»

El tiempo pasó, nadie habló ni se oyó el más leve respiro, Gabo me miró profundamente, con un dejo acusador implacable y me soltó a boca de jarro: «¿Tú fuiste a mi casa? Es que esto me llena de nostalgia». El huracán de sus recuerdos había hecho implosión en su alma. Su voz se quebró, un mutismo lo envolvió, su rostro se cubrió de una extraña luz intensa, su silencio me hizo comprender el dolor que lo mataba, el corazón debió habérsele arrugado, roto en pedazos, sus ojos se encharcaron de lágrimas y no hizo nada por evitarlo. Su quijada temblaba incontrolable. Gabo estaba «friquiado». No resistí más esa escena y desvié la vista lleno de vergüenza.

¿Qué recuerdos pasaron por su cabeza para que este hombre llorara frente a la maqueta de su casa? ¿Qué inundaciones se precipitaron en sus recuerdos? Solo él lo supo. Seguro vio en una película relámpago pasar su vida, vio las imágenes de su abuelo y el eco de su voz, el tren lanzó su ronquido, los pescaditos de oro de su abuelo saltaron mostrando su brillo plateado, tocó el hielo con sus manitas agarradas a las de su abuelo, vio muertos en todas las piezas, mariposas amarillas, los almendros floridos, los ovejos guajiros, el vaho de las bestias, el rumor de los frutos, recordó el olor penetrante de la guayaba, su infancia fantástica, una hermana que comía tierra como una lombriz y una abuela ciega, perdida en su propia casa. Soportó un escalofrío en sus huesos al reconocer la escalera donde su abuelo, en una noche de luna llena, encontró el comienzo de su muerte meses después en Santa Marta, aguaceros interminables, se escondió despavorido de los relámpagos para encontrase el trueno, trenes llenos de muertos; un olor a banano inundó el aire de sus pulmones, fue cada una y todas esas cosas las que lo llevaron a repetir con una voz que salió de sus entrañas: «Esto me llena de tristeza».

Una casa para muertos

Gabo ha recobrado su estado pontifical, su voz de acento caribe, no efusiva, pausada, segura, determinante de un eco lejano seco, claro, como si sus palabras brotaran de una cascada, envolventes, adormecedoras, de hechicero. Estaba a mi lado izquierdo, rocé su brazo y vi con absoluta nitidez sus manos pulcras, y unas uñas brillantes cortadas a la perfección, parecían dedos esculpidos de reina madre. Se explaya como buen guía turístico señalando uno a uno los recovecos de su casa, ve un pasadizo estrecho y dice: «Por acá corríamos a escondernos de los muertos». Movía sus manos, apuntaba con su dedo índice que sobresalía de un puño cerrado, martillando sus palabras y sus ojos le brotaban detrás de sus gafas grandes de carey, ojos lamparones que llevaba abiertos premonitoriamente desde que nació. Mercedes, atenta a la exposición, le preguntó de cuáles muertos hablaba. «Pues del muerto que nos perseguía, el muerto que vivía en este lote», determinando un amplio espacio descubierto. Así poco a poco, como si hablara consigo mismo, continuó con su voz nostálgica, cadente, de una ternura arrulladora. Mercedes fumaba cigarro tras cigarro que encendía con una bella mechera plateada, solo retiró el cigarrillo de sus labios para indagar el porqué de una casa tan grande si vivía tan poca gente. Gabo le respondió al instante: «Porque allí vivían muchos muertos, además vivían muchos que no vivían acá sino que venían a vivir». Señaló con su dedo índice derecho al ver su habitación: «En esta pieza viví yo». Allí estaba su cama de tubo cubierta por un ligero sobrecama de hilos coloridos.

«No recuerdo quién eres tú, pero sí sé que te quiero mucho», le dijo Gabo a su hermano Jaime

Pasó una hora de diálogo, y Mercedes le indica a Gabo que sus onces están servidas, él se levanta sin cuestionar, obedece dócil; me pareció que le decía: «Dormía la siesta antes del almuerzo». A pesar de ser más de mediodía, llevaba poco de haberse levantado y parecía como en sus tiempos de joven conquistador «durmiendo de día y aventurando de noche, como la gente de mala vida». Se dirigió al comedor interno de la cocina que nos separaba a muy poca distancia por un vidrio amplio cuya puerta permanecía abierta, lo vi sentarse, tomar varias manotadas de pastillas y luego reclamar como un niño terco «no me dieron pudín, dónde está mi pudín?»; alguna explicación le dieron, se olvidó del reclamo y se sentó a comer algo muy frugal, regresando a los pocos minutos.

Era muy frecuente que cambiara de tema de un momento a otro, parecía olvidarlo, pero en el momento menos esperado pronunciaba sus sentencias lapidarias que definían todo de la forma más inverosímil. En esta ocasión la conversación se mantuvo inalterable, giró alrededor de su casa, de su vida allí, con todo lo que esto significaba para él y su obra literaria.

«¿Qué escribo?»

Gabo regresó y, retomando la conversación, me reclamó como cualquier anciano perdido: «Esa es mi casa, esta es mi casa», y me preguntó: «¿Y ahora tú qué vas a hacer con mi casa?». Continuó implacable: «¿Entonces tú te vas con mi casa?». No supe qué responder, quedé mudo, peor aún, me sentí como un ladrón cogido «in fraganti». Al fin de cuentas, era su casa y no la mía la que él reclamaba. Balbuceé y le expresé en pocas palabras que su casa la tendría a la orden cuando la necesitara, Mercedes me salvó al recordarle que era hora del almuerzo y que debían partir. Ella inició su retirada, Gabo avanzaba lentamente tras ella y yo no resistí el que se fuera sin firmarme la maqueta, recurrí a Jaime con ansiedad para que le dijera a Gabo lo que yo no era capaz. Gabo se devolvió unos pasos, le di mi lapicero, escogió una parte libre de la maqueta y se cuestionó qué es lo que debía escribir: «Soy muy bruto para escribir». Quizá tenía razón porque preguntó a su hermano: «¿Qué escribo?». Jaime le dijo que escribiera lo que quisiera, que él era el dueño del balón, no escribió nada. Gabo preguntó: «¿Qué año es?». Su hermano le respondió, sin embargo Gabo parecía extraviado, una vez más Jaime le dictó los números uno a uno y Gabo de su propio puño y letra iba escribiendo 2, 0, 1..., hasta que imprimió el último número y estampó su firma.

Mercedes ya ha avanzado varios metros, yo caminaba solo con Gabo, quien se apoyaba suavemente en mi brazo izquierdo, yo sentía su leve apretón como un abrazo, en el camino me dijo con inocencia y con cierta ansiedad, feliz como quien espera un regalo: «Mercedes me llevará a bailar». Continuamos paso a paso los pocos metros que nos separaban del carro donde ya estaba su esposa esperando con la puerta trasera abierta, no logro recordar qué más hablamos en esos segundos, paramos para despedirnos y me preguntó: «¿Yo también me voy contigo?». No, le contesté. Pensé en un momento que sí, que se hubiera venido conmigo, ir con él a bailar, ver las putas, recordar sus amores fogosos, locos, a María Alejandrina Cervantes con quien soñó casarse. «Fue ella quien arrasó con la virginidad de mi generación, descubrí la lealtad del alcohol y aprendí a vivir al derecho, durmiendo de día y cantando de noche».

La realidad truncó mis deseos. Volví en mí y caí en la cuenta de que me estaba despidiendo para siempre de Gabo en el Caribe colombiano. Le doy mil gracias, y a su vez él me contesta: «Gracias a ti». Me da un apretón de manos y yo no resisto abrazarlo, lo estrecho contra mí, le doy un beso en la mejilla y siento su olor de abuelo octogenario, impregnado de una deliciosa fragancia.

Ver los comentarios