Gabriel García Márquez en su juventud
Gabriel García Márquez en su juventud
LIBROS

Gabriel viaja al «otro mundo»

Reproducimos aquí un fragmento del capítulo 5 de «El viaje a la semilla», en el que se narra como García Márquez dejó la costa con 15 años –en 1943– para buscar la forma de estudiar becado en una Bogotá que encontró fría y poco acogedora

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En enero de 1943, poco antes de cumplir dieciséis años, Gabriel se vio abocado al hecho más radical de su vida y acaso al más provechoso de todos: salir de casa y buscar la manera de financiarse los estudios secundarios, aliviando de paso la carga familiar.

En Sucre, pese a los éxitos homeopáticos del padre, la familia vivía aún con grandes dificultades económicas, y los hijos aumentaban de año en año. En ese momento Gabriel tenía ya siete hermanos: Luis Enrique, Margot, Aída, Ligia, Gustavo, Rita, Jaime, y faltaban dos meses para que naciera Hernando. De modo que tenía dos alternativas: quedarse con la familia, viendo cómo se ensombrecían las perspectivas de futuro, o irse de casa e intentar salvarse nadando solo.

Es probable que la fuerza del escritor latente, que para entonces empezaba a perfilarse como un destino ineludible, lo empujara también hacia la segunda opción. Fue así como viajó a Bogotá, con algunas cartas de recomendación de su padre, decidido a presentarse al concurso nacional de becas del Ministerio de Educación. Su excelente rendimiento académico en el colegio de San José, sus lecturas abundantes y frescas, así como su deseo de encontrar un medio más exigente y estimulante intelectualmente, le otorgaron confianza en la nueva empresa, con la cual empezaría el camino inverso al del hijo pródigo. Lo que el adolescente costeño no imaginó jamás, aunque estaba avisado, es que el contraste entre el Caribe y los Andes iba a ser un impacto casi imposible de resistir a sus escasos dieciséis años.

Adiós a la familia

Gracias a un pasaje fluvial y a unos doscientos pesos que sus padres le proporcionaron del escaso patrimonio familiar, pudo comenzar la aventura más trascendental de su vida. La madre, apesadumbrada por el primogénito que ahora volvía a perder, le ajustó un traje de manta negra del padre en una vieja máquina Singer de pedal, y cuando la familia en pleno lo despidió en el modesto puerto fluvial, el mismo de « El coronel no tiene quien le escriba» y « Crónica de una muerte anunciada», Gabriel estaba tan atónito como irreconocible: el traje negro con chaleco le seguía quedando un poco grande, el sombrero no le cuadraba del todo en la cabeza y, para colmo, llevaba consigo un baúl que «tenía algo del esplendor del santo sepulcro». Allí guardaba las ropas de colores encendidos, los abrigos contra el frío bogotano y los libros cuya relectura le mantenían alta la fiebre literaria.

En una lancha hizo el recorrido por los ríos Mojana, San Jorge y Magdalena hasta Magangué, donde tomó el barco procedente de Barranquilla que lo condujo en una semana a Puerto Salgar, al pie de los Andes orientales. Con él viajaban otros muchachos costeños que también iban en busca de una beca o regresaban de sus vacaciones, y que García Márquez rememoraría en « El amor en los tiempos del cólera» como un tropel de «estudiantes bulliciosos que se agotaban con una cierta ansiedad en la última parranda de las vacaciones». Entre el resto de los pasajeros había un hombre pulcro, vestido de saco y chaleco, como un cachaco bogotano, que no hacía más que leer libros y libros, y que le llamó la atención a Gabriel, del mismo modo que a aquél le llamó la atención la manera como éste cantaba boleros y vallenatos con sus amigos para ganarse unos pesos. Tuvieron un cierto contacto amistoso, y éste iba a ser uno de los encuentros más providenciales en la vida del adolescente cataquero.

El muchacho de Aracataca debió de parecerles más un fantasma colonial que un estudiante a los otros inquilinos de la pensión

En aquellos tiempos la navegación por el río Magdalena, arteria fluvial e histórica de Colombia, se hacía en unos barcos de tres pisos con dos chimeneas que, a diferencia de los buques del Mississippí, tenían la rueda de impulso en la popa, y «pasaban de noche como un pueblo iluminado, y dejaban un reguero de músicas y sueños en los pueblos sedentarios de la ribera». El viaje hasta Puerto Salgar podía durar una semana o dos, según el estado del barco y del río, pero el retraso no era motivo de preocupación para nadie, porque la nave, lenta o varada, se convertía en una fiesta flotante. Un complemento de la parranda era la contemplación de la sinfonía de la naturaleza que el río iba ofreciendo al paso del barco: los aluviones de garzas, las bandadas de loros, la algarabía de los micos, los bancos de peces que le daban al río un resplandor súbito de aluminio, los caimanes bebiéndose el sol del mediodía y los manatíes amamantando a sus crías en los playones. El espectáculo zoológico se convertía en un verdadero hechizo cuando despuntaba el alba o el día caía con la luz gruesa e inofensiva del ocaso por entre las selvas de la ribera. En los cinco años siguientes, García Márquez iba a repetir en diez ocasiones aquel viaje de encanto, hasta instalarse en su almario como una de las experiencias más fascinantes y fructíferas de su vida. En efecto. «El río de la vida», como lo llamaría después en un artículo periodístico, se convertiría luego en el río del amor en «El amor en los tiempos del cólera» y en el río de la muerte y la derrota en « El general en su laberinto».

En Puerto Salgar tomó rumbo ascensional a Bogotá en un tren no muy diferente del trencito amarillo que todos los días veía llegar a Aracataca a las once de la mañana siendo niño. Era casi artesanal, y durante el itinerario recorría pueblos y paisajes instalados en un tiempo inocente y apacible. Con los años, junto a los barcos de vapor de dos chimeneas del Magdalena, aquel trencito de los Andes sería una de sus mayores fuentes de nostalgia: «El tren de Puerto Salgar subía como gateando por las cornisas de rocas durante un día completo. En los tramos más empinados se descolgaba para tomar impulso y volvía a intentar el ascenso resollando como un dragón, y en ocasiones era necesario que los pasajeros se bajaran y subieran a pie hasta la cornisa siguiente, para aligerarlo de su peso». Los pueblos del camino los recordaría «helados y tristes», donde «las vendedoras de toda la vida ofrecían por la ventanilla del vagón unas gallinas grandes y amarillas, cocinadas enteras, y unas papas nevadas que sabían a comida de hospital».

Copiando boleros

En el tren, Gabriel y sus amigos continuaron la pachanga del barco, aunque cada vez con menos ímpetus, pues a medida que se acercaban a Bogotá el oxígeno se volvía cicatero y el frío empezaba a aterirles el alma. La mayoría no sólo bailaba bien y cantaba vallenatos y boleros, sino que muchos tocaban con destreza la guitarra y el acordeón, procurándose unos pesos de los más enamorados. De pronto, cuando el trencito acezante había ganado la altiplanicie a dos mil seiscientos metros y comenzaba a «correr como un caballito», el hombre vestido de cachaco que durante todo el viaje había estado devorando libros y libros se acercó a Gabriel y le pidió que le hiciera el favor de copiarle la letra de uno de los boleros que él y sus compañeros habían estado cantando durante la travesía del barco. El hombre le explicó que tenía una novia en Bogotá y que estaba seguro de que aquel bolero le iba a gustar mucho. Gabriel no sólo le copió la letra, sino que le enseñó un poco la música, con la misma complacencia con que Pilar Ternera asistiría a los amantes furtivos de Macondo. Sin saberlo, con aquel gesto había atizado la buena estrella que tanta falta le haría al llegar a la capital de la República.

Eliécer Torres Arango, un familiar lejano que le había designado el padre como su acudiente, lo estaba esperando en la Estación de la Sabana a las cuatro de la tarde. Al verle el baúl de madera con refuerzos metálicos, aquél le sugirió que lo llevaran en una zorra a la pensión, que estaba a seis manzanas. Cuando echaron a correr por las calles detrás de la zorra, Gabriel se dio cuenta de que casi no podía respirar debido a la altura. Pálido y atónito, con aquel traje negro ajustado de su padre, el sombrero y el inmenso baúl sepulcral, el muchacho de Aracataca debió de parecerles más un fantasma colonial que un estudiante costeño a los otros costeños de la pensión de la calle 19.

Los barcos de vapor del Magdalena y el trencito que recorría los Andes estarían entre sus mayores fuentes de nostalgia

El local de la pensión era una casa antigua, sin ventanas, cuyas puertas daban a un jardín interior de geranios y jazmines, que le recordaron los del patio de la casa natal. Al cerrarse la puerta de la habitación, los pensionistas quedaban encerrados como en una caja de seguridad. Sin embargo, la primera noche que durmió en Bogotá, Gabriel no tuvo tiempo de dejarse arrobar por su congénita claustrofobia, pues tan pronto como se metió en la cama pegó un grito de espanto que alarmó a los vecinos durmientes: tuvo la impresión de que alguien, por hacerle una broma, le había mojado la cama. El costeño que dormía al lado le explicó muerto de risa que no se trataba de ninguna broma: así era Bogotá. Gabriel comprendió entonces por qué la casa no tenía ventanas y por qué las casas con ventanas las tenían herméticamente cerradas. El coterráneo lo tranquilizó: «Esto no es lo mismo que en la Costa; hay que aprender a dormir en Bogotá».

Según sus mismas declaraciones, aquella «funesta tarde de enero» de 1943 en que llegó a Bogotá ha sido tal vez el momento más grave de su vida, pues es el único en que ha tenido que llorar de desolación. No era para menos. Él, un adolescente tímido y desamparado, llegaba de un mundo que no sólo era diferente, sino lo contrario del que ahora iba a enfrentar. El suyo era un universo de treinta grados a la sombra, un orbe donde no había visto una montaña, a excepción de las estribaciones occidentales de la Sierra Nevada de Santa Marta, y donde había tanto oxígeno que se tenía la sensación de ahogo vital, donde abundaba la música pachangosa, la cordialidad, las mujeres, y donde, en fin, los prejuicios no amordazaban tanto la vida y todos, ricos y pobres, tenían el recurso de la alegría epidérmica. Bogotá, en las antípodas, tenía que parecerle forzosamente una ciudad fría y triste, de un cielo y una atmósfera social grises, donde escaseaban las mujeres o estaban guardadas y abundaban los hombres lúgubres, ciertos ingleses tropicales y burócratas sigilosos que hablaban de forma enrevesada, como en las novelas de Franz Kafka.

El impacto de la soledad

Veintiocho años más tarde, atravesado por ráfagas de nostalgia, describiría así la ciudad de sus pesadillas: «Lo primero que me llamó la atención de esa capital sombría fue que había demasiados hombres de prisa en la calle, que todos estaban vestidos como yo, con trajes negros y sombreros, y que, en cambio, no se veía ninguna mujer. Me llamaron la atención los enormes percherones que tiraban de los carros de cerveza bajo la lluvia, las chispas de pirotecnia de los tranvías al doblar las esquinas bajo la lluvia, y los estorbos del tránsito para dar paso a los entierros interminables bajo la lluvia. Eran los entierros más lúgubres del mundo, con carrozas de altar mayor y caballos engringolados de terciopelo y morriones de plumones negros, y cadáveres de buenas familias que se sentían los inventores de la muerte. Bajo la llovizna tenue de la plaza de las Nieves, a la salida de un funeral, vi por primera vez una mujer en las calles de Bogotá, y era esbelta y sigilosa, y con tanta prestancia como una reina de luto, pero me quedé para siempre con la mitad de la ilusión, porque llevaba la cara cubierta con un velo infranqueable».

Entonces, cerca de aquella plaza, en la misma avenida Jiménez de Quesada y frente al edificio de la Gobernación, ocurrió el momento más grave de su vida, como en el poema de César Vallejo: no resistió el impacto de la soledad y se echó a llorar.

Otro de los pasajeros del vapor, un hombre pulcro que no hacía más que leer libros, iba a ser un encuentro providencial para Gabriel

En la ciudad encapotada y lluviosa, bajo los paraguas, los sombreros negros y los abrigos, pudo reconocer los mismos cachacos que un día, cuando él tenía unos cinco años, habían llegado a llevarse los anillos matrimoniales de los abuelos para la guerra contra el Perú; los mismos que hacían todo tipo de martingalas jurídicas para defender los intereses de la United Fruit Company, y los mismos que, uniformados de soldados, habían desfilado frente a su casa en los años posteriores a la matanza de los trabajadores bananeros de 1928. Entonces comprendió que el momento más grave de su vida estaba sucediendo en ese «otro mundo» del cual le habían hablado desde niño.

Días después, madrugó a las ocho de la mañana a hacer cola frente al Ministerio de Educación, situado entonces en la avenida Jiménez de Quesada, con el propósito de inscribirse para el examen de concurso de becas. La cola era muy larga, formada en su mayoría por los estudiantes pobres del país, y a Gabriel, que llevaba a cuestas todo el frío y la tristeza de Bogotá aquella mañana, le pareció interminable. Pero entonces, inesperadamente, cuando se encontraba a un palmo de la puerta del ministerio, apareció su buena estrella: el hombre enamorado a quien le había copiado la letra del bolero en el tren días antes. «¿Pero tú qué haces aquí?», le preguntó el hombre. «Estoy haciendo cola para el examen de beca», le contestó Gabriel, ya desolado después de varias horas de espera. «No seas pendejo, ven conmigo», le dijo el hombre, y lo subió a su oficina saltándose la cola: era nada menos que el director nacional de Becas.

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