De un día para otro

La delgada valla roja

La barrera metálica colorada que limita la cola para las entradas del Falla separa cada año a la ciudad en dos mitades: para una todo lo compensa el Carnaval, para otra todo es culpa del Carnaval

Dos aficionadas, pertrechadas este jueves junto a las taquillas del Gran Teatro Falla. Nacho frade
José Landi

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En la ciudad de las trincheras (en femenino), la valla que limita las colas para las entradas del Concurso del Carnaval apenas se ve. Está camuflada bajo una montaña de costumbre y lógica. Se mezcla con el paisaje con naturalidad. Hasta cromática, suele ser roja como el templete de ladrillo. Esa barrera refleja una realidad que todos conocen y nadie menciona. Una separación que todos asumen y nadie combate.

A un lado, el más cercano a la taquilla, están los que consideran que la copla de invierno -perenne- es el centro, el ojo y la boca de su ciudad. La mejor de sus creaciones y aficiones. Los que creen y dicen que los indiferentes al Carnaval pisan y venden a su madre, patria. Los de la superioridad estética (clasifican a los demás por su atuendo, a golpe de vista) y económica, académica y legislativa. No saben ni quieren. Unos clasistas. Esnobs y estirados. Sólo ven lo peor de su lugar mientras sueñan con volver al vientre materno. A la urbanización portuense que anhelan impotentes. 

Al otro lado de la frontera metálica, el más lejano a la cola, están los que observan con discreto desdén, mientras van a sus cosas. Los que gritan en un susurro, en la intimidad, que la madre de las fiestas es origen y síntoma de todos los males del sitio este. Son muchos, no tantos como los fieles defensores pero el silencio y la indiferencia son indetectables. Los que creen y dicen que los adictos al Carnaval avergüenzan a su madre, patria. Con esa superioridad moral. Horteras. Canis. Vagos que se disfrazan de proletarios sacrificados, que marcan con la divisa del tópico a los nacidos aquí sin elección. Sólo ven lo mejor de su lugar mientras sueñan con vivir un eterno lunes de coros. Una bacanal de cuando Gades era importante.

Sin prisioneros

Unos pocos, por último, intentan caminar por el delgado ancho de la valla roja. Disfrutan, consumen y atienden cuando es temporada y apetece. Un poco, una parte. Detestan el exceso y la hipérbole, la omnipresencia, el juego convertido en importancia por intereses ajenos, por preferencias de otros. Pruebe a caminar por ese fino sendero de metal. El pellejazo está garantizado. En ambos lados de la valla hay zombis caníbales. No dejarán ni un tendón del que cayó por dudar, por mudar de opiniones y gustos.

El Gobierno saliente llegó al despacho de la Alcaldía en 2015 justo después de una campaña -con boicot y exilio de callejeras, incluidos- titulada «el Ayuntamiento quiere controlar el Carnaval». Tanta fuerza hicieron desde su lado de la valla, empujando, creyendo defenderse, que todo el peso pasó al otro territorio, se despeñó y se produjo la situación contraria: el Carnaval quiso y pudo controlar el Ayuntamiento, a gobernar la ciudad.

La casa de algunos

El disfrute pueril de la copla irreverente, ingeniosa o sentida, siempre sencilla, se vuelve hace tiempo solemne y autoconsciente. Reglamentario. Le salen cada vez más manchas: empleos, teóricos, dinero... Se le pega una costra negra de hostelería infecciosa. Muta en dogma para una mayoría que es autoritaria como todas. En idea predominante y, por tanto, repulsiva.

Ese Gobierno local que llegó tras una revuelta de juguete y papelillos se marcha pero nos deja las llaves de una Casa del Carnaval, antes conocida como museo. Siempre fue prioridad para los que viven la diversión y la tradición como producción e imposición. Los que vengan, similares o supuestamente distintos, jamás se atreverán a cambiar nada. Ni un antifaz moverán de sitio en ese palacio. Ni fuera. Me juego un palco en la Final.

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