OPINIÓN

Cambio de nombre al puente Carranza: «Entristece hablar de algo que abre heridas y que fue superado en la Transición»

«Si aplicamos la memoria política a personajes franquistas de los años 30, hagámoslo con todos los protagonistas de entonces»

Puente José León de Carranza. la voz

RAFAEL ZARAGOZA (PROFESOR DE HISTORIA DE ENSEÑANZA MEDIA)

Esto que se viene haciendo en Cádiz de cambiar nombres históricos de lugares públicos, como se ha hecho con Pemán y Carranza, nunca fue una petición popular, ni de nadie, sino algo que trajo la nueva casta política (neocomunista, aunque camuflada con nombres pintorescos) ajena a las preocupaciones reales de la gente corriente, con la complicidad, ay, del socialismo actual, y la triste pasividad de algunos.

Parece, que en esta disparatada carrera ahora le va a tocar el turno al nombre del puente Carranza, que será sustituido por el de Rafael Alberti. No tengo ninguna objeción personal ni literaria contra el poeta que ha paseado el nombre de Cádiz por el mundo. Aún recuerdo cuando fuimos a recibirlo a su vuelta del exilio a la estación de ferrocarril de El Puerto, de nuevo en pos de su querida arboleda perdida portuense (y no de su «alameda perdida», como he leído jocosamente hace poco). Pero no me parece bien cambiar el nombre del alcalde que, 30 años después de terminada la contienda civil consiguió construir el puente que evitaba el rodeo de la Bahía, y ponérselo a un poeta propuesto por Sumar, por razones claramente políticas. Precisamente las que no proceden.

Si aplicamos la memoria política a personajes franquistas de los años 30, hagámoslo con todos los protagonistas de entonces. También con Alberti. Adelanto dos actuaciones políticas del poeta gaditano no precisamente democráticas: uno, apoyó el golpe de la izquierda y los separatistas del 34 contra la República que provocó centenares de muertos (puestos a competir entre golpistas, la cosa está difícil); y dos, durante la guerra actuó como el principal comisario intelectual del comunismo estaliniano, junto a Bergamín.

Una ley revanchista que distorsiona la historia

Se arguye que el cambio nominal viene dado por imperativo legal (¿hay algún informe preceptivo al respecto?), pero ni por esas, pues lo que esa desafortunada norma dice es que deben eliminarse nombres que exalten la dictadura, la guerra civil, la represión, o más bien, como se interpretó en Madrid, criminales de guerra; y parece claro que no es el caso de Carranza, porque el nombre del puente se refiere a la persona que como alcalde lo construyó salvando innumerables obstáculos.

Cosa distinta es que, en conciencia, esta desventurada ley de Memoria nunca debió ser aprobada. En España hubo una Transición hacia la democracia que fue la admiración del mundo y que recogió el abrazo de los contendientes de ambos bandos, el perdón mutuo, y la amnistía para todos, también para las culpas de los perdedores de la guerra, alguna tan grave como la de Santiago Carrillo, responsable de la peor matanza de la guerra, Paracuellos, con 5.000 asesinados, entre ellos mujeres y niños, cuyos cuerpos es falso que, como se ha dicho, se hayan removido desde entonces (M. Platón).

Si sobre el papel esta ley parecía albergar un propósito noble, pronto se supo que de hecho buscaba estigmatizar a la media España que luchó en el bando franquista, y de paso mancillar a los considerados «heredederos» de aquel bando, los actuales partidos de centro derecha y sus votantes a los que se tilda de fachas, en contraste con la España «progresista y democrática». Sin embargo, como sentenció la impulsora del voto femenino, la republicana Clara Campoamor, «la división tan sencilla como falaz hecha por el gobierno (del Frente Popular) entre fascistas y demócratas no se corresponde con la verdad». En otras palabras, ninguno de los dos bandos en pugna fue democrático, si bien en ambos hubo personalidades de talante liberal-democrático: por ejemplo, Ortega, Marañón y Pío Baroja en el franquista, y Juan Ramón Jiménez, Campoamor y Chaves Nogales en el frentepopulista (bando del que por cierto se exiliaron).

En resumidas cuentas, se trata de una ley revanchista que pretendía y pretende sacar rédito político a costa de falsear la historia y demonizar al rival.

Entristece hablar de algo que abre heridas y que fue superado en la Transición, pero estar todo el día contando las barbaridades de los unos y silenciando las de los otros, obliga a no callar la verdad. Según esta ley no existieron: las checas de todos los partidos gubernamentales (sí, de todos), la peor y más feroz represión en retaguardia producida en Madrid, Agapito García Atadell, el genocidio eclesiástico, el bombardeo de Cabra, las matanzas colectivas de Paracuellos y la Modelo, la malvada «brigada del amanecer», la miniguerra civil entre partidos frentepopulistas que produjeron miles de muertos, la desaparición de Andreu Nin a manos del PC, la represión dictatorial comunista en el bando llamado «rojo» (y mal llamado «republicano», pues el principal partido republicano, el de Lerroux, se puso a disposición de Franco), etc., etc.

Desde luego Carranza era franquista, (¡oh qué descubrimiento escandaloso!), pero como lo era la inmensa mayoría de la población de la época, incluidos algunos activistas actuales de la «memoria», a los que recuerdo muy calladitos en aquellos tiempos mientras algunos, muy pocos, peleábamos modestamente en la clandestinidad antifranquista.

La exaltación de figuras totalitarias del bando perdedor

Exaltación del totalitarismo podría ser lo que ocurre en Sevilla, en la calle San Luis, donde se levanta una placa de cerámica conmemorativa de José Díaz, secretario general del partido comunista de entonces, con su imagen flanqueada por la bandera comunista y palabras de alabanza a la «lucha obrera» (léase lucha comunista). Una placa levantada, no por ningún logro tangible obtenido para Sevilla del interfecto, sino por celebrar que fue uno de los hombres en España de Stalin. Y sin embargo de este tipo de exaltación totalitaria de signo contrario no dice nada esta ley bastarda.

Que conste que no estoy a favor de prohibir esa placa en su barrio sevillano de la Macarena, ni ninguna otra imagen o recuerdo de personajes históricos de izquierda con graves responsabilidades históricas, allá cada municipio o barrio con lo que ensalce o admita. Pero por favor, que dejen en paz los nombres y placas de buenos gestores o escritores por el hecho de que hayan sido franquistas en algún momento.

Está visto y comprobado que toda esta guerra cultural que empezó el malhadado Zapatero, de siniestras exhumaciones, cambios de nombres, placas, etc., donde se vitupera al bando ganador y se honra al perdedor, no acabará nunca mientras que gran parte de la derecha calle y esta izquierda se aproveche políticamente de una falsedad de proporciones homéricas: «la izquierda de los años 30 fue democrática y luchó por la democracia». Hay que reiterar una y otra vez que eso es una patraña histórica descomunal que merece ser rebatida para detener ese revanchismo tóxico permanente. Ni comunistas, ni socialistas, ni anarquistas, ni jacobinos republicanos, ni separatistas fueron nunca democráticos. Fueron revolucionarios, utopistas totalitarios, que además se mataron entre sí (¿no hay memoria para estas víctimas?).

Es más, como prueban historiadores de solvencia como Payne, Bolloten, M. Platón, Robinson, Togores, Bullón, Inger Enkvist, etc., fue el embate totalitario de izquierdistas y separatistas, desde la calle y el gobierno, en pos de la revolución y segregación de España, lo que destruyó la Republica (llamada despectivamente «burguesa» por ellos mismos): las quemas de conventos, la supresión de la enseñanza religiosa, la supresión de la Semana Santa y el Corpus, una constitución hecha sólo por y para la izquierda, el mencionado golpe insurreccional del 34, organizado por Largo Caballero, Prieto y ERC («Con esta rebelión, la izquierda perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936», dijo el liberal Madariaga), los asaltos a la propiedad, la dictatorial Ley de Defensa de la República, los 30 estados de excepción o guerra habidos en 5 años, las tres insurrecciones anarquistas, el cierre de periódicos, la censura, la campaña de odio contra la supuesta represión de Asturias, el pucherazo de las elecciones del 36 (Tardío y Villa, y Alcalá Zamora), la Primavera Trágica, las depuraciones de funcionarios considerados de derecha, los ataques a la derecha por parte de milicias de izquierda, el gobierno de terror del Frente Popular, la destitución irregular del presidente Alcalá (otro golpe, ¿será por golpes?) y el magnicidio del líder monárquico Calvo Sotelo, entre otros hechos. Al menos el comportamiento del centro derecha, Gil Robles y Lerroux, fue siempre escrupuloso con la ley, salvo muy al final Falange, tras ser atacada.

Alberti, Bruno

Y ahora hablemos de Alberti de nuevo. No es mi intención vituperar al hombre que regresó a España en el 77 con «la mano abierta a la amistad de todos», en el PC de la reconciliación (al que pertenecí en vida de Franco). Pero si alguien se quiere ilustrar un poco sobre la actitud política de Alberti en los años 30 le sugiero que lea al nada sospechoso de derechismo, Trapiello, en Las Armas y las letras, ahí encontrará material extraído de diversas fuentes que lo desengañará políticamente, en especial en los pasajes referidos a la revista El Mono Azul, la columna A Paseo, donde se señalaba a intelectuales de derecha, las frívolas fiestas del requisado palacio de los Spínola donde vivía junto a María Teresa, su encontronazo con Miguel Hernández, su gordura en plena guerra en contraste con la delgadez reinante, su frívola concepción del conflicto como «la belle époque», su polémica huida en el avión de Pasionaria, la guerra al servicio de su carrera literaria y su oda al padrecito Stalin.

Termino con un reconocimiento y un lamento. Me cae bien el alcalde Bruno porque lo entrevisté y me parece buena persona y por ser mucho mejor que el anterior alcalde. Intuyo que su pasividad a la hora de devolver el nombre del Estadio a quien lo construyó, y de restituir la placa literaria de Pemán a su casa es intencionada y responde al perfil político del «moderadito», dicho sin ánimo de ofender, es decir, un concepto (M.A. Quintana) que retrata a quien aspira a gustar a todos los bandos en disputa, de ser agradable y de tener opiniones poco contundentes para no ofender. Vale. Es su estrategia política. Pero estoy convencido de que pagará un precio político considerable si considera que ser moderado es creer que la agenda cainita progre no va con él.

Acabo coincidiendo con el maestro Trapiello: más penoso que estas cancelaciones es comprobar cómo los que pueden deshacerlas, no lo harán.

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