Fuera de sitio

Defensa de las rabietas infantiles

«Nuestra labor como padres es darles los recursos necesarios, no decirles que lo que sienten está mal ni culpabilizarlos por algo que no pueden evitar»

Lola Sampedro

Lola Sampedro

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La maternidad es agotadora. Desde el primer momento en que sostienes en los brazos a tu bebé, descubres un nuevo sentimiento, una mezcla de culpa y miedo que ya te acompañará para siempre. Tu felicidad y tus temores pasan de forma irremediable por él, el centro neurálgico de tu equilibrio.

Criar a un cachorro humano puede ser complicadísimo , incluso para las personas desenfadadas. Tu propia imperfección lo envuelve todo en los primeros años para luego, con un poco de suerte, atenuarse. Te acostumbras a tus defectos porque no te queda otra, pero ese miedo a fallarle siempre estará ahí , de alguna manera. Ese temor es lo que a menudo nos vuelve miopes, lo que nos impide entenderlos cuando reaccionan de forma distinta a como nosotros querríamos . Es curioso que aun sabiéndonos tan imperfectos deseemos hijos perfectos.

Leí en este diario la « lección viral de una madre ante la rabieta de su hija ». La niña, de seis años, le había pedido un estuche de unos muñecos de moda. Días después, se lo regaló por sorpresa y, en lugar de encontrar lo que ella esperaba, ilusión, a su hija le dio un berrinche y lo tiró a la basura. La madre documentó con fotos esa supuesta lección y la contó en una red social. Tras la pataleta, le dio a su hija una bolsa de plástico y le dijo que ese iba a ser su nuevo estuche. Le sermoneó con ese discurso tan socorrido, el de la culpabilidad: le dijo cómo debía sentirse, agradecida por tener lo que tiene (en definitiva, por ser una privilegiada en lo material). El estuche se lo daría a algún niño que no pudiera permitírselo.

Las rabietas en los niños escapan a su control. Se suelen dar hasta los tres años, pero a veces se alargan hasta los cinco o seis. Siempre son involuntarias, son la respuesta a un torrente químico que se libera en un lugar muy concreto de su cerebro. Esa explosión de hormonas genera ira y miedo, sentimientos que se apoderan de ellos porque aún no saben gestionarlos. Nuestra labor como padres es darles los recursos necesarios, no decirles que lo que sienten está mal ni culpabilizarlos por algo que no pueden evitar.

A veces pierdo los estribos , por estrés, o por lo que sea, me pongo de mal humor y lo pago con mis hijos. A los pocos minutos me doy cuenta de mi error y les pido perdón . Ellos responden siempre con comprensión y amor, siempre, cuando eran pequeños y ahora que son adolescentes. Me abrazan, me besan y son tiernos conmigo; me dicen que no me preocupe, no pasa nada, mamá. Jamás me han dicho que mis sentimientos, por muy explosivos que fueran, estaban mal ni me han hecho sentir culpable. Para la culpa ya me basto yo solita, ellos nunca me lo reprochan. En sus caricias siempre encuentro el amor que me calma, que me suaviza.

¿Quién soy yo para no devolverles ese amor cuando ellos se enfadan? Ser su madre no me da derecho a decirles que lo que sienten está mal. Esa ira breve e inofensiva también supone un aprendizaje y, en lugar de empujarles hacia la culpa y la vergüenza por esas sensaciones, lo único que me importa es que me cuenten lo que en realidad les ocurre . La sorpresa, al final, es descubrir, entre esos besos que les devuelvo, que ese enfado nunca tiene que ver con un estuche.

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