NIETO
La Tercera

¿Fue la Transición un acuerdo de paz?

«España, en un ejercicio de verdadera memoria histórica, ha de aceptar la existencia de personajes como José Antonio Primo de Rivera y Muñoz Grandes; Ortega y Marañón; Marcelino Camacho e Indalecio Prieto sin poder obviar el papel histórico que unos y otros jugaron en el pasado. Todos, con sus errores y aciertos, están ya en un lugar imborrable de la historia de España»

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EL próximo 15 de junio habremos de conmemorar el 40 Aniversario de las primeras Elecciones Generales que se celebraron en nuestro país tras el fallecimiento del general Franco. Esas elecciones constituyen, a mi juicio, el momento culminante de la Transición.

Pocos días después de aquella fecha se celebraría la primera sesión de apertura de las Cortes que vivimos entonces con enorme ilusión y esperanza. Como ministro de Relaciones con las Cortes me correspondió desempeñar múltiples gestiones en nombre del Gobierno teniendo que acordar con el presidente Hernández-Gil detalles de indiscutible alcance político para el buen orden de la sesión, dado que no existía reglamento ni norma alguna que tuviera validez en esos momentos. Es de reconocer que, no obstante las dificultades señaladas, la sesión transcurrió en términos altamente satisfactorios, dignos de admiración, por el alborozo y exquisito comportamiento acreditado por todos los allí presentes.

A medida que iban incorporándose a los escaños, diputados de una y otra formación, cruzaban saludos y abrazos cordiales, sin importar el color y la filiación política de cada uno. Aquel espectáculo –por qué no titularlo así– constituía, de alguna manera, la confirmación de que España quería entrar en una nueva época que enterraba definitivamente los desencuentros y enfrentamientos irreductibles del pasado.

Ese día se encontraron en el hemiciclo personajes que difícilmente años atrás habríamos pensado que pudieran estar juntos en un mismo Parlamento: Fraga y La Pasionaria; Carrillo y Federico Silva; Marcelino Camacho y Licinio de la Fuente; Rafael Alberti y Laureano López Rodó, por no citar más que aquellos cuyos posicionamientos políticos en el pasado resultaban más relevantes. En el banco azul Adolfo Suárez junto a sus compañeros de Gabinete –donde abundaban distintos representantes de la Oposición Democrática– miraba con manifiesta satisfacción el desarrollo de la sesión. En frente, Felipe González con la plana mayor del PSOE compartía con los diputados de UCD el mismo sentimiento de expectante ilusión.

Al recordar hoy esta efeméride compruebo, con honda preocupación, que el espíritu que entre todos contribuimos a implantar en aquel entonces, se encuentra hoy comprometido y puesto en peligro. Ha sido, sin duda, la llamada Ley de la Memoria Histórica –aprobada por el Gobierno Zapatero y a la que Rajoy ha prestado su tácito consentimiento– la causante del enrarecimiento y vulneración del espíritu vivido en los años de la Transición.

Por eso hoy, cabe preguntarse ¿por qué y para qué se aprobó esta inoportuna ley después de transcurridos más de 80 años desde el comienzo de nuestra contienda? ¿respondía en verdad a una demanda real de la sociedad española o más bien se trataba de un vulgar intento de ajuste de cuentas mediante la manipulación escandalosa de nuestra pasada historia? Pues pretender reducir la reciente historia de España a una película de buenos y malos, resulta al fin y a la postre, lamentable y encierra un peligro potencial que no debemos desconocer.

Quiero creer que un sector no desdeñable de la izquierda española actual conserva todavía autoridad y resortes suficientes para no dejarse arrastrar por insidiosos personajes –desprovistos de prestigio y ejecutoria alguna–, que pretenden envenenar el libre discurrir de nuestra pacífica convivencia. Pareciera como si en la Transición no hubiéramos sellado un acuerdo para la paz definitiva entre los españoles, sino un mero armisticio en forma de tregua, para intentar con posterioridad volver a las andadas. Como muestra de lo que acabo de afirmar me permito subrayar algunos de los casos que me parecen más inquietantes a este respecto.

Así de un tiempo a esta parte estamos contemplando repetidos episodios lamentables en los que se reiteran ataques y manifestaciones de menosprecio a nuestra bandera y símbolos nacionales, mientras a diario se sigue desafiando e incumpliendo impunemente el orden constitucional, sin que todo ello merezca la debida sanción y consiguiente pena. Asimismo asistimos con preocupación ante las frecuentes burlas y afrentas a sentimientos legítimos de carácter religioso que desembocan, a veces, en asaltos a lugares de culto, sin que reciban sus autores la merecida condena y castigo. No menos lamentable es el intento continuo de la izquierda radical de tratar de deslegitimar y expulsar del juego democrático, una y otra vez, al partido de la derecha que recuerda otros desgraciados momentos vividos en el pasado.

Por último, quisiera añadir algo que pudiera parecer una anécdota pero que resulta ser muy significativo del clima revisionista y vengativo que alienta un cierto sector de la izquierda de nuestro país. Me refiero a las peripecias a las que estamos asistiendo con el callejero de Madrid a costa de la desdichada Ley de la Memoria Histórica.

¿Sería tan difícil, por ejemplo, que Madrid pudiera conservar la calle que lleva el nombre del general Muñoz Grandes, al mismo tiempo que se rinde tributo de reconocimiento al líder de CC.OO.s Marcelino Camacho en otro lugar de nuestra ciudad? ¿Es preciso quitar a uno para poner a otro como ha decidido la Comisión en la propuesta que se nos ha dado a conocer? Y de nuevo cabría preguntarse: ¿necesita España en estos momentos recrearse en propiciar una nueva etapa de resentimiento mutuo que tensa la convivencia nacional gratuitamente?

España, en un ejercicio de verdadera memoria histórica, ha de aceptar la existencia de personajes como José Antonio Primo de Rivera y Muñoz Grandes; Ortega y Marañón; Marcelino Camacho e Indalecio Prieto sin poder obviar el papel histórico que unos y otros jugaron en el pasado. Todos, con sus errores y aciertos, están ya en un lugar imborrable de la historia de España.

Es por ello imprescindible que desde la Sociedad Civil se exija a los políticos seriedad y rigor, no tolerando que por su frivolidad o mala fe puedan dificultar el desarrollo pacífico de nuestro país con la introducción en el debate público de temas que nos dividen sin necesidad alguna y encierran un potencial de conflicto nada desdeñable cara al futuro. Los ciudadanos elegimos a los políticos a los que mantenemos con nuestros impuestos para que traten de resolver los retos y más acuciantes problemas del momento y no para que se dediquen a jugar torticeramente con el pasado.

Ignacio Camuñas Solís fue ministro adjunto para las relaciones con las Cortes (1977-1978)

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