Juan Soto - EL GARABATO DEL TORREÓN

¿Nos toman por tontos?

La ministra Montero nos ha levantado la cartera. Una cartera con doscientos euros en moneda de curso legal

Como si fuera una timadora del dos, una descuidera o una tramposa de ruleta lastrada, la ministra Montero nos ha levantado la cartera a los gallegos. Una cartera con doscientos euros en moneda de curso legal. Ya sabemos que la vida se ha puesto por las nubes y hoy cualquier cosita de nada te sale por un pico, pero con todo y eso, doscientos millones de euros todavía es un dinero. Por mucho menos, una calderilla de 140 millones de pesetas, El Dioni quedó para siempre en la crónica de la delincuencia y alcanzó lustre, renombre y portada en los periódicos.

En un Gobierno un poco okupa y julandrón encaja como de molde lo que se está viendo a diario. De alguien que se ha colado en La Moncloa por el ventanuco de atrás lo menos que se puede esperar es una cierta habilidad para barajar, con escamoteo en la manga, los presupuestos generales, la liquidez del IVA y, si se tercia, el cepillo de las benditas ánimas del purgatorio.

Con doscientos millones de euros no se saca a Galicia de mal año, ya lo sabemos, pero al menos algo se aliviarían las penurias de sus servicios sociales y algo se taparían las goteras de la Sanidad y la Enseñanza. Los gallegos no reclamamos decretos preferenciales ni disposiciones de privilegio. No pedimos más que lo que es nuestro y nos corresponde por cuenta y por ley. No queremos que se nos dispense trato de favor, pero tampoco estamos dispuestos a que se nos relegue al pelotón de los torpes. ¿O es que la señora Montero cree que sigue siendo cierto aquello de «mexan por nós e hai que decir que chove»?

Que en este escarnio Gonzalo Caballero, edecán del PSOE en Galicia, ejerza de turiferario y diácono portacolas de la señora Montero no nos sorprende. Ni siquiera nos llama la atención que su mayordomía le lleve a reir las gracias de sus superiores jerárquicos. ¡Ay qué risa, tía Felisa! Allá cada cual con su dignidad. Nos limitamos a constatar, eso sí, el grado de domesticación con que se puede desempeñar un cargo político cuando el sometimiento se lleva a la ética por delante.

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