Martín Sotelo - ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA: HACERSE EL VIVO

El pintor bohemio

«No es fácil llegar hasta su escondrijo, una vieja casa de campo..bajo el cielo infinito»

Martín Sotelo
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Hace poco volví a verlo. En una ferretería. Lo vi como siempre, o tal vez me gustó verlo como siempre para verme a mí igual, como si no hubiese pasado el tiempo desde aquellos años en que la procedencia y el trueque de libros nos unieron en los pasillos de la facultad. Supe que se había decantado por la pintura, y no por la literatura, al ver que llevaba un bastidor bajo el brazo y un bote de cola en la otra mano. Nos despedimos con la promesa de vernos pronto, y, extrañamente, pues tales promesas no suelen hacerse realidad, esta vez se cumplió. Pocos días después cogía el coche y me plantaba en el pueblo de La Sagra donde me había dicho que vivía desde hacía algunos años, siguiendo las indicaciones que me dio, pues no es fácil llegar hasta su escondrijo, una vieja casa de campo, la misma en la que su abuelo guardaba los aperos de labranza, con un pequeño huerto en la parte trasera, enclavada junto a una pequeña arboleda en una leve hondonada bajo el cielo infinito.

Lo llamé por su nombre, y él me respondió desde algún lugar del interior para decirme que pasara. Lo encontré limpiando el pincel en un tarro grande de agua negra. Sobre la mesa de trabajo, una tabla puesta sobre dos borriquetas, había varios esbozos de un mismo dibujo: un hombre mirándose con extrañeza las manos ensangrentadas mientras cruzaba una calle. En un rincón se apilaban las tablas. Sólo podía ver la primera: un barquero con gorra leyendo un libro a la luz del crepúsculo, mientras al fondo del río, entre la arboleda oscura, se distinguía una enlodazada imagen de mujer con tacones. Que no se podía ganar la vida con ello era evidente, al vivir allí, en esas condiciones tan precarias. De modo que probé con otra pregunta:

-¿Consigues darles salida?

-A veces viene algún conocido. Y se lleva alguno. Una vez hechos, me da igual venderlos o no. Si se los quieren llevar, que se los lleven. Si encima me dan algo de dinero, mucho mejor. Lo que no me gusta es exponerlos.

Me extrañó ver tan pocos libros, dado que era la persona con más lecturas que yo conocí en la facultad. «Me deshice de casi todos», dijo. «Ocupaban mucho. He dejado los que siguen interesándome». Esos que seguían interesándole ocupaban una única estantería junto al catre donde dormía. Eché un vistazo: Shakespeare, El Quijote, Guerra y paz, Chéjov, Pedro Páramo, Montaigne, Lucrecio, Sófocles, Homero, Tito Livio, algunas novelas policíacas, Simenon, Chandler...

-¿Te sigue gustando el vino?

-Claro -sonreí.

Tenía una vieja radio encendida en Radio 5 Todo Noticias. No lo recordaba tan preocupado por lo que sucediera en el mundo. Más bien indiferente, resignado a que nada tuviera arreglo, limitándose a auspiciar mejoras a su alrededor, en aquello que de él dependiera, en lugar de pontificar sobre lo que estaba bien o estaba mal o cómo deberían ser los demás. De manera que, cuando volvió con la copa de vino, le dije que me sorprendía que estuviera tan informado sobre la actualidad. «No lo escucho», me dijo. «Me sirve para no oír otros ruidos. Me concentro mejor». ¿Y la música?, porque antes le gustaba mucho. «Todas las canciones de ahora me parecen iguales».

-Siempre fuiste solitario -le dije-. Un tipo de rincón.

Bebió un trago, mirándome fijamente por encima de su copa de vino. Guapo pero tímido siempre con las mujeres, recordé el éxito que tenía entre las universitarias.

-¿Y estás solo? ¿No te has casado?

-No.

-¿No ves nunca a nadie?

-A una mujer, a veces.

-¿Una novia?

Se encogió de hombros. Ella sí estaba casada, dijo. Tenía hijos. Ni él entendía que una mujer de su condición sacrificara todo por venir a verlo a aquella casucha llena de trastos.

Cansado de que la conversación girara solamente en torno a él, preguntó por mí, si seguía escribiendo. Le dije que sí. Dos novelas, sin éxito, otra nueva aún sin publicar, demasiado dura y compleja, según los entendidos, y algunos artículos que escribo en ABC una vez al mes. Algún día escribiré un artículo sobre ti, dije. Haz lo que quieras, me contestó. Pero, si llegas a escribirlo, no digas mi nombre ni dónde vivo.

De pronto, oímos el ruido del motor de un coche. Es ella, dijo, sin necesidad de mirar por la ventana, como si conociera de sobra el ruido de ese motor. Yo sí me asomé a la ventana: un coche rojo acercándose a gran velocidad a través de una nube de polvo, rebotando sobre los baches y repechos del camino de tierra.

No llamó a la puerta, sino que entró sin más, diciendo:

-Hola.

-Un amigo -me presentó.

Era delgada, guapa, con ojos acuosos, profundos, mezcla de gitana y morisca. Se movía con bravura por el cuarto, sintiéndose de alguna manera dueña de aquel espacio, pero no se besaron en mi presencia, como si estuvieran acostumbrados a hacerlo únicamente a escondidas. Su abrazo nada más verse fue sincero, de dos amantes que se quieren y respetan a pesar del mundo y las habladurías. Era obvio, por la impaciencia de ella, que tenían pocas horas para estar juntos. Así que me despedí, monté en mi coche y me fui alejando por el mismo camino de tierra por el que ella había llegado; los dejé allí, amándose a su suerte, trabajando en sus obsesiones mientras el mundo exterior resonaba en la radio celebrando los mismos verdugos, las mismas víctimas.

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