José Rosell Villasevil - SENCILLAMENTE CERVANTES (IV)

Vida ostentosa en Alcalá

Terminada felizmente la dura contienda legal contra el arcediano calé don Martín de Mendoza, los Cervantes vuelven a instalarse en su recurrente Alcalá, donde viven un tiempo de fasto y ostentación.

José Rosell Villasevil
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Terminada felizmente la dura contienda legal contra el arcediano calé don Martín de Mendoza, los Cervantes vuelven a instalarse en su recurrente Alcalá, donde viven un tiempo de fasto y ostentación. Lujo, servidores, pajes, esclavos, saraos, caballos... Mas, como esto resulta insostenible, el licenciado ha de dar un importante giro para salir de aquella encrucijada social totalmente desorbitada.

Y comienza de nuevo con sus ocupaciones profesionales, en este caso como corregidor en la histórica Villa de Ocaña.

De todas formas, aquella familia otrora tan unida, visiblemente día a día se va fracturando. María, se aparta poco a poco con su preciosa hija de soltera y con su gran fortuna, ambas logradas tan poco bellamente. Juan, contraería matrimonio con la más que hacendada alcalaina María de Córdoba, aunque fallecerá muy pronto.

Rodrigo, con su tremenda sordera congénita, y sin oficio ni beneficio, sigue fiel a la madre, a quien los años han agriado el carácter muy acusadamente. En cuanto Andrés, el más despierto de todos, es uña y carne con su -para él- modélico progenitor.

Así que don Juan, sin pensárselo dos veces, se sacude las zapatillas y deja para siempre la Ciudad estudiantil, tomando el camino de Córdoba en compañía de su fideelísimo vástago, Andrés.

Se toma un respiro en la cálida tierra del Gualdalquivir, busca mujer polivalente en la persona de una tal María Díaz, para que le gobierne casa y equilibre sus propios sentimientos; y bien pertrechados de servicio, marchan los tres hacia el nuevo alto cargo, esta vez en la activa Plasencia. Desde aquí, oportunamente -y el licenciado se ve rejuvenecido-, irá como gobernador a la ciudad de Osuna; de ésta, al cumplimiento su mandato, de nuevo hacia la Córdoba sultana entrañable donde ya quedará para siempre ocupando puestos de alta responsabilidad, dándose la gran vida, hasta el fin inexorable de la misma. Mas, no se preocupen, que ocasión tendremos de encontrarnos nuevamente con él.

Entre tanto en la vieja Compluto, los disidentes se dividen entre acomodados y desvalidos. Los primeros, Juan y María; los segundos, la aborrecida doña Leonor de Torreblanca y el pobre Rodrigo, la una cada vez más triste y el otro cada vez más aislado en esa cárcel de silencios que tan dramáticamente pintara Bethoven.

Pero el bendito futuro «abuelo» de don Quijote, todavía cuenta con buenas amistades cerca de la prestigiosa Universidad. Ellas, le van a facilitar un título que le cueste el más breve espacio y le irrogue el mínimo esfuerzo. Para alcanzar tan donosa «licenciatura», solamente va a precisar la ayuda ilustrada de tres libros: el «Antonio», o Gramática de Elio Antonio de Nebrija; la «Práctica de Cirugía», de Juan de Vigo, y el «Libro de las cuatro enfermedades», de Lobera de Ávila.

Y he aquí, en un quítame allá esas pajas, hecho y derecho el flamante zurujano menor. Primo hermano de barberos-sangradores y no alejado pariente de «algebristas» y curanderos.

Sacapotras, les llamaría luego con agridulce humor el sublime «Regocijo de las muas».

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