José Rosell Villasevil - SENCILLAMENTE CERVANTES (I)

El Linaje

Comenzamos el año con la historia sucinta, entre luces y sombras como la corriente de ese Guadiana a quien él glosara

José Rosell Villasevil
TOLEDO Actualizado: Guardar
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Comenzamos el año con la historia sucinta, entre luces y sombras como la corriente de ese Guadiana a quien él glosara. Es la vida de un noble -de las Letras- cuya aureola gloriosa, no obstante, sigue deslumbrando cuatro siglos más allá de su física extinción.

Como reza su emotivo Epitafio, «Su cuerpo cubre la tierra;/no su nombre, que es divino...»

Trataremos sensatamente de la vida de un gigante en la historia de la Humanidad, un Titán que pasa de puntillas escondiéndose, a veces, tras la sombra de sus inmortales «regocijados amigos», lamentándose de ser «más versado en desgracias que en versos».

¿Su linaje? Algunos lo buscan, como si no pudiera ser de otra manera, en la propia rodilla de los Reyes Godos.

Para darse idea del valor de los linajes humanos, asomémonos un instante, desde la puerta, a la monumental sacristía de la catedral de Toledo. Veremos sobrecogidos, al fondo, sobre el altar mayor de la misma, la luz cegadora de «El Expolio». El Rey del Universo en débil carne humana, brutalmente conducido, va a ser despojado de su túnica ignominiosamente. La expresión de Cristo, los ojos implorando piedad al cielo, denotan claramente que todo el poder divino se diluye en la fragilidad de la humana condición.

Un poderoso de la tierra, Carlos V, en sus últimos momentos vitales, reclama la presencia de su hijo, Felipe II: «Quiero que veas, testimonialmente, que a la hora de morir se igualan los reyes con los mendigos».

El Príncipe de los Ingenios, Miguel de Cervantes, viene al mundo en la modesta vivienda alcalina de la calle de la Imagen; es el cuarto hijo del pobre «zurujano», barbero-sangrador, Rodrigo de Cervantes, y de la ejemplar y gran señora Leonor de Cortinas.

El árbol genealógico de aquel niño, tiene sus raíces paternas en Córdoba, siendo su bisabuelo Ruy Diaz de Cervantes, mercader en paños. «Traperos» les decían.

Su abuela, también paterna, Leonor de Torreblanca, hija y nieta de médicos era. Profesiones, ambas, muy propias por entonces de conversos, máxime en una ciudad tan fuertemente semitizada.

Por rama materna, su ascendencia venía de honestos y acomodados labradores de Arganda.

Ante esta panorámica genética, uno se sitúa frente al fastuoso monumento que el personaje tiene en la Plaza de España de madrid. Ahí está la pirámide invertida, faraónica, el linaje del niño desvalido que nace en la bulliciosa Compluto estudiantil.

¿Acaso no es buena cabecera para un linaje, aquella que comienza con el título de Príncipe?

No busquemos grandes genealogías por el campo patrio tan minado de castas, de razas y de culturas. Muchos años después, Miguel pondrá en boca de Don Quijote, aconsejando a Sancho futuro gobernador: «No discutas nunca, hijo, sobre asunto de linajes». Y también aquello de que «la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud valr por sí sola lo que la sangre no vale».

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