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Imagen del mural solidario dedicado a Miguel Ángel Blanco tras su asesinato - EFE

Miguel Ángel Blanco creyó que le sacaban del zulo para un relevo de secuestradores

Txapote le disparó dos veces para asegurarse de su muerte, ya que la pistola había fallado en otro atentado

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Tres y media de la tarde del jueves 10 de julio de 1997. España aún festejaba la liberación de José Antonio Ortega Lara, el día 1 de ese mismo mes, y un joven concejal del PP en el Ayuntamiento de Ermua, Miguel Ángel Blanco, licenciado en Empresariales y empleado de Eman Consulting, acaba de bajar de un tren en Éibar para ir a trabajar. En ese momento, dos sanguinarios individuos, Francisco Javier García Gaztelu, «Txapote», e Irantzu Gallastegui Sodupe, «Amaia», le abordan pistola en mano y le meten en el maletero de un coche en el que espera el tercer pistolero del comando, José Luis Geresta Mújica, «Oker». Su destino, una bajera de Añorga (Guipúzcoa).

Comenzaba así un secuestro; en realidad, un asesinato a cámara lenta, que provocó un levantamiento popular sin precedentes contra los etarras que se conoció como el «Espíritu de Ermua».

ETA estaba rabiosa por la liberación, días antes, del funcionario de prisiones y necesitaba dar un golpe de efecto cuanto antes para demostrar su fortaleza. Para entonces, además, la banda ya había aprobado su estrategia de «socialización del sufrimiento», de modo que el abanico de objetivos se ampliaba a los políticos. Miguel Ángel Blanco era una víctima muy vulnerable: no adoptaba especiales medidas de seguridad, no iba armado y era una persona de hábitos regulares. Aun así, el día anterior ya lo habían intentado secuestrar, pero no lo encontraron porque casualmente había ido a trabajar en el coche de su padre.

«¡Lo vais a pagar!»

A las cuatro de la tarde alguien llamó al Ministerio del Interior y consiguió que pasaran la llamada a la secretaría del entonces titular de la cartera. Al otro lado del teléfono una voz siniestra, llena de odio, anunciaba: «Hijos de puta, lo de Ortega Lara lo vais a pagar. ¡Gora Euskadi Askatuta!». En ese momento Miguel Ángel Blanco llevaba ya media hora secuestrado pero la noticia no había trascendido. Fue dos horas y media después cuando la banda, en un comunicado leído en la emisora Egin Irratia, lo anunciaba y advertía de que si antes de las 16 horas del sábado el Gobierno no acercaba a sus presos matarían a la víctima.

La «derrota» que sufrió ETA con la liberación de Ortega Lara marcó el trágico final de Miguel Ángel Blanco

La noticia del secuestro y del últimátum cayó como un jarro de agua fría. La Policía, la Guardia Civil, la Ertzaintza y los servicios de Inteligencia movilizaron la totalidad de sus recursos para localizar al concejal. Todos los confidentes, todas las escuchas fueron activadas. Los Cuerpos de Seguridad se dividieron por zonas del País Vasco y había una mesa de coordinación. Las diligencias las instruía la Policía autónoma vasca, ya que el delito se había cometido en su demarcación.

Los servicios de Información trabajaron a destajo, con la angustia de que cada segundo era vital y con el convencimiento de que, de no mediar un golpe de suerte, todo sería inútil. Los controles en carreteras, en ciudades y pueblos se multiplicaron. La Policía trasladó al País Vasco a todos los agentes de seguridad ciudadana posibles para poder aumentarlos, que se sumaron a los que la Guardia Civil y la Ertzaintza tenían ya desplegados.

La unidad política se instaló en la calle a raíz del secuestro de Miguel Ángel Blanco

Escuchas al Donosti

El sábado 12 de julio era el día D, y las cuatro de la tarde la hora H. España contenía la respiración mientras los responsables policiales apuraban las últimas opciones. Poco antes del final del plazo dado al Gobierno los tres pistoleros metieron a Miguel Ángel Blanco en el maletero de un coche. ABC ha podido ahora saber que, según conversaciones detectadas posteriormente por agentes de Información de la Policía a miembros del comando Donosti, el joven concejal no fue consciente de que se lo llevaban para matarlo. Al contrario, pensó que le iban a cambiar de secuestradores.

A las cuatro y diez de la tarde el vehículo con los cuatro pasajeros llegó a un descampado de las afueras de Lasarte al que se llegaba por un estrecho camino de tierra, un paraje muy poco concurrido elegido por los etarras para el asesinato. Los terroristas hicieron bajar del vehículo a la víctima, encapuchada y con las manos atadas con un cable por la parte delantera del cuerpo. Gallastegui se quedó al volante; los otros dos, García Gaztelu y Geresta Mújica, le hicieron caminar unos 20 metros por una pequeña senda.

Al llegar a una pequeña explanada el segundo se quedó sujetando al joven concejal mientras el sanguinario Txapote se situaba detrás de él. Con absoluta sangre fría encañonó a la víctima por la espalda con su pistola Beretta con silenciador y le descerrajó un primer tiro en la cabeza. Instantes después, cuando Miguel Ángel Blanco ya había caído de rodillas, volvió a acercar el arma y a apretar el gatillo.

«Txapote tenía dudas de si iba a funcionar bien la pistola, que ya había sido utilizada en otro atentado y que había tenido problemas. Para asegurarse de que el rehén muriera disparó dos veces», dicen las fuentes consultadas.

Tiro de gracia

El primer disparo se alojó en el hueso mastoideo del pabellón auditivo derecho. No fue mortal. La segunda bala, sí. Entró limpiamente por la zona occipital de la cabeza y causó destrozos en el cerebro, imposibles de reparar. La pistola utilizada nunca ha sido hallada.

Los etarras huyeron del lugar y Miguel Ángel Blanco, aún con un hilo vida pero en una situación irreversible, fue encontrado minutos después por una pareja que paseaba a sus perros. Los primeros en llegar fueron agentes de Intxaurrondo que patrullaban cerca de allí. En la madrugada del domingo se certificó la muerte del concejal. España lloró como pocas veces lo había hecho, pero con esta nueva salvajada ETA, sin saberlo, había certificado su derrota. Desde entonces hasta ahora la acción policial, la cooperación internacional y la Justicia la han borrado del mapa sin que haya conseguido ni uno solo de sus objetivos.

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