Catalá y los jueces

El ministro de Justicia expresó ayer en el programa de Carlos Herrera la necesidad de redefinir el concepto de violencia en relación a los delitos de violación y le ha recordado al Consejo General del Poder Judicial que forma parte de sus obligaciones cerciorarse de que sus jueces están en condiciones de hacer correctamente su trabajo

Salvador Sostres

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Respetar las sentencias judiciales no está reñido con la crítica constructiva ni la separación de poderes puede significar ni implicar la impunidad. Siempre es trágico el destino de un país gobernado por jueces que se creen por encima del bien y del mal, tal y como no se puede hablar de democracia cuando el poder político, como todos los demás poderes, estamentos y personas, no están sometidos al imperio de la Ley.

Si señalar los problemas que evidentemente tiene la política española no significa querer abolirla e instalar en su lugar una dictadura; cuestionar la idoneidad de algunos jueces, o recomendar al CGPJ que se encargue de supervisarla con especial esmero, no significa tampoco que quien lo proponga sea un asesino de Montesquieu.

España es una nación deliberativa y entre nosotros cabe el debate civilizado sobre cualquier asunto. Políticos, empresarios, periodistas, maestros, policías o médicos asumen a diario un examen público de su labor, y aceptan las críticas y las sugerencias que se les formulan con respeto e incluso las que suelen llegarles bajo la forma de los más groseros insultos. De hecho, cuando hace ya algún tiempo el juez Pedraz habló de la “evidente decadencia de la clase política” a nadie se le ocurrió acusarle de querer abolir la división de poderes.

El ministro de Justicia, Rafael Catalá, no ha cuestionado la sentencia judicial más polémica de los últimos tiempos, sino que se ha limitado a proponer una reforma del Código Penal que comprenda los distintos modos de violencia -y no sólo la física- que pueden darse en los delitos de violación. En este mismo sentido, muchos de los que hoy tanto le critican y piden su dimisión, reclaman que el se reinterprete -como el juez Llarena hizo en su auto de procesamiento- y se actualice el delito de violencia relacionado con la rebelión para poder juzgar por este delito a los líderes del golpe secesionista en Cataluña.

La semana pasada, el ministro de Hacienda fue acusado de poco menos que de traidor por asegurar que los independentistas no usaron dinero público para preparar el referendo ilegal del 1 de octubre. ¿Qué tenía que haber hecho el ministro? ¿Mentir? Cuando presentó la documentación al respecto que el juez Llarena le reclamó, ¿tendría que haberla falsificado o hizo bien presentando la correcta?

Cuando el Gobierno y su presidente no dicen nada son acusados de pasividad, de tancredismo, de no entender los problemas de la sociedad española y de ser los “abogados de los golpistas”, como llegó a llamar Albert Rivera al presidente Rajoy por no recurrir el voto delegado del diputado fugado de Esquerra, Toni Comín.

Cuando el Gobierno habla, propone soluciones y denuncia lo que no funciona, entonces se le acusa de inmiscuirse y de no respetar la separación de poderes. Es de tam-tam tribal convertir el necesario control al Gobierno en una cacería al hombre. No recuerdo que sus instigadores -que son los de siempre- hayan hecho ninguna aportación significativa al progreso o a la convivencia ni hayan resuelto jamás ningún problema.

El ministro Catalá no estuvo acertado en el tono insinuante que usó para referirse a los “problemas singulares” del magistrado del voto particular, y tendrá que aclarar qué quiso decir y con qué fundamento, porque un ministro no es un tertuliano. Pero el sistema judicial español padece el terrible cáncer del corporativismo y esconde sus problemas y protege a quien los provoca, en lugar de tratar de superarlos y de apartar a los que no están a la altura ni profesional ni moral de los cargos y responsabilidades que ocupan. La gran mayoría de los 5.500 jueces españoles son excelentes magistrados y están muy cualificados, pero hay unos pocos, y es sabido por todos -jueces, fiscales y abogados- que no reúnen las mínimas condiciones para ejercer, y en nombre de este corporativismo, nadie hace nada.

En este mismo sentido, y en este mismo corporativismo, hay que recordar que el ministro se encuentra en plena negociación con su sector de la justicia sobre incrementos salariales, creación de nuevos juzgados y negociación de más plazas, y este contexto no es en modo alguno ajeno a la dureza con que le han contestado y pedido su dimisión.

Los problemas de España no los solucionaremos linchando a quien tenga la valentía de denunciarlos, ni en un país libre y maduro, los debates formalistas pueden aparcar o sustituir la reflexión profunda y sincera y las reformas de lo que no funciona.

No es el derecho sino la obligación de un ministro de Justicia llamar la atención sobre lo que no funciona. Y aunque no es desde luego conveniente que un ministro redunde en insinuaciones, pensar que jugando a dispararle vamos a encontrar la solución a nuestros problemas es tan patético, brutal y atrasado como estos salvajes de arco y flecha que llevan su vida entera arrastrando a España hacia su pozo más negro para hacer más llevadera su rabia, su resentimiento y su impotencia.

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