¿Quién dijo «seny»?

Antes, ser separatista se quitaba con la edad. Ahora es al revés: el separatismo, ese «retour d’âge», despierta las mismas pasiones que un gol de Messi

Concentración en la sede del departamento de Economía, convocada por Òmnium Cultural y ANC, en 2018 Inés Baucells
Sergi Doria

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Izquierda del Ensanche barcelonés, Urgel, avenida de Roma. Un parque infantil con parterres arborados. También, lazos amarillos con los que menos de media Cataluña pretende ocupar Cataluña.

A las 20.30 horas comparece un grupo con predominio de mayores. No es una reunión de vecinos. Desde el otoño caliente (2017) se encuentran en este lugar cada día. Sean muchos o pocos. Con la tozuda persistencia de quienes disponen de tiempo libre. Al principio, acudieron a la llamada de un Comité de Defensa de la República (CDR); en estos momentos, el grupo -unos 100- se coordina a través de «wasap».

Se pasan media hora. En días señalados, cual rito de santoral laico, exhiben pósteres de los políticos separatistas. O corean el eslogan de rigor: «Llibertat, presos polítics». Ahora solamente lo hacen cuando alguien les llama la atención o increpa desde algún automóvil en el semáforo . Cada uno es portavoz de sí mismo: «Vamos por libre, sabemos que siempre habrá alguien. No le diré mi nombre, no es necesario, estamos aquí para que los presos vuelvan con sus familias». Todos creen en lo mismo: la «república catalana» que aquel lúcido mosso -hoy expedientado- aseguró que no existía. Pero la fe mueve montañas y gentes de edad provecta.

La tercera edad separatista ha confundido el lazo con la legión de honor. En Reus, el colectivo «Avis i àvies per la llibertat» presentó en enero a la Fiscalía de Tarragona un manifiesto: se autoinculpaban del 1-O y pretendían sustituir en la trena a los políticos presos. Los 1.229 firmantes se declaraban responsables del referéndum ilegal: «Porque antes, durante y después del 1-O ayudamos en la preparación, participamos solicitando que se tuviera en cuenta el mandato de la ciudadanía». El mismo colectivo siguió dando la brasa con pancartas, bufandas y lazos amarillos ante el Ayuntamiento. Tras la prohibición de la Junta Electoral de Tarragona, los abuelos recurrieron al Síndic de Greuges. Finalmente, la Junta Electoral Central transigió. El Síndic cuasi vitalicio Rafael Ribó (73 años, excomunista reciclado en nacionalista) elevó el caso al relator de la ONU.

Factor de las prejubilaciones

Con el «procés» independentista el activismo de tercera edad ha crecido y ampliado su espectro social. Un «headhunter» lo dejó claro en los albores del «procés». Al decirle que veíamos muchos abuelos en las manifestaciones, apostilló irónico: «Las prejubilaciones hacen estragos». El crecimiento de las asociaciones no se explica sin esa figura de clase media-alta. En el caso de Òmnium, entidad de raíces montserratinas, ha pasado de 19.000 miembros en 2008 a más de 130.000 en 2018 . El grueso es de estos (muy bien) jubilados. Si residen en la riquísima Gerona bajan a Barcelona en el Porsche Cayenne para comer en el Petit Comité de Fermí Puig y hacer la digestión en el paseo de Gracia en la enésima concentración «indepe». Cuando el asedio del 20-S, los prejubilados opulentos demostraron su buena forma física insultando a la comitiva judicial para reparar fuerzas -el asedio fue largo- en los bares de tapas y pinchitos de la burguesa Rambla Cataluña.

Catalán o catalana, de 55 en adelante. O muy adelante. Incluso en una silla de ruedas de la que cuelga una «estelada». Ancianos con caminador acompañados de asistenta: lacito en el anorak y la mirada perdida en su quimérica república . Un jubilado metido en casa todo el día estorba. Hasta ahora su única función era llevar y recoger a los nietos, o echar una partida en el Casal Sant Jordi de la extinta Catalunya Caixa. Ahora, las jornadas -siempre «históricas»- del procés copan la agenda, antes vacía: concentraciones por lo que sea; excursiones a Barcelona con selfis en Montjuïc bajo las cuatro barras «kitsch» de Puig i Cadafalch; quien sabe, si es un abuelo-single, algún idilio con una compañera de causa…

A la vejez, «esteladas». El Pla septuagenario llamaba «retour d’âge» al retorno del deseo. El Avi Macià había cumplido los 70 cuando armó la gresca separatista. Ernest Maragall, candidato de ERC a la alcaldía, tiene 76 y no puede disimular su aspecto viejuno.

Declarar la independencia, por muy infantil que nos parezca, fue para muchos como ganar la Champions. Es la tesis de Arcadi Espada en «Contra Catalunya». Enric Ucelay-Da Cal alude también al fútbol en su «Breve historia del separatismo catalán». Antes, ser separatista se quitaba con la edad. Ahora es al revés: el separatismo, ese «retour d’âge», despierta las mismas pasiones que un gol de Messi: «Hundido el voto útil y desestabilizado el marco electoral, la misma política callejera -los CDR cortando carreteras con neumáticos ardiendo, o quemando contenedores urbanos de basura, en las contadas ocasiones que han exhibido fuerza- toma un aire de deporte de riesgo, frontera psicológica entre los deportes de masa del siglo XX y las nuevas formas participativas del XXI», apunta el historiador.

La fe independentista ha reunido a familias antes dispersas. Los más jóvenes, porque no tienen otra utopía a mano, aunque no haya nada más estúpido que participar de una revolución provocada desde el poder. Los laboralmente activos, porque quieren seguir teniendo un empleo para toda la vida , aunque ese empleo puede complicarse si el Estado estrangulara al apéndice revoltoso. Los mayores de la casa, porque se sienten útiles y héroes de una revolución indolora. Unos, porque callaron con el franquismo que les devolvió la empresa colectivizada y les proporcionó una vida confortable; otros, porque votaron Pujol toda la vida y el patriarca les decepcionó con la «deixa» suiza. Integrarse en la rebeldía «indepe» es una forma de expiación de sus pecados autonomistas.

Abuelita-escudo-humano

Rebeldía y, sobre todo, victimismo: nada más censurable que la abuelita-escudo-humano del 1-0 agredida por la policía española. Más que una doctrina, abunda Ucelay, el nacionalismo radical ha sido un sentimiento, y, si vale la redundancia, un sentimiento muy sentimental, lo que en inglés se llama «self-pity», bañado en conmiseración y lástima respecto del propio sufrimiento de penas, calamidades o desgracia, por supuesto todo debido a causas no merecidas. Nacionalismo autocompasivo, añade el historiador, «con excusas hechas para las faltas propias y el resentimiento puro hacia quien hizo el daño…». Presos políticos, exiliados, perseguidos, víctimas, represión, contra Cataluña. El glosario de la «self-pity» que lo justifica todo: saltarse la Constitución, quebrar la convivencia.

Algún día, la Psicología de Masas analizará lo que pasa en Cataluña. Cómo una sociedad del bienestar se sintió tan ociosa que quiso tirar la paz social por la borda y jugar a la revolución. Cataluña, advierte Lola García en «El naufragio», continúa siendo una de las regiones europeas con una calidad de vida más alta: «Demasiado a perder en un verdadero enfrentamiento con el Estado». Visto lo visto, recordamos la opinión de Eduardo Mendoza: «Pese al tópico que la asocia con la sabiduría, en la vejez se dicen muchas tonterías». ¿Quién dijo «seny»?.

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