Sergi Doria: «Barcelona reprodujo con fidelidad las purgas de Moscú»

El periodista recorre las sombras de posguerra en «La verdad no termina nunca»

Sergi Doria, fotografiado en Barcelona INÉS BAUCELLS
David Morán

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A Sergi Doria (Barcelona, 1960) lo dejamos siguiendo los pasos de Antoni Llucià, estafador de leyenda e inductor de su primera novela, «No digas que me conoces», y aquí le tenemos de nuevo, haciendo palanca con otro personaje aparentemente cultivado y exageradamente políglota para retratar las pocas luces y las muchas sombras de la Barcelona de posguerra.

Un viaje en el tiempo que el periodista y colaborador de ABC emprende de la mano de Alfredo Burman, hijo de los silencios de la posguerra que estrena la década de los cincuenta y también las páginas de «La verdad no termina nunca» (Destino) intentando averiguar la identidad de su padre, de quién sólo sabe que fue brigadista internacional. «Es una novela sobre el desasosiego de la identidad. De ahí el título. Conocernos a nosotros mismos es complicarnos la vida», apunta Doria.

Para Alfredo, ese complicarse la vida implicará tropezarse con Alejandro Promio, periodista al que ya conocimos en «No me digas que me conoces» bajo el nombre de Ángel de Lajusticia; revivir el pufo del Straperlo que acabó con el Partido Radical y liquidó el bienio conservador; y descubrir las, nunca mejor dicho, malas artes de Alphonse Teufel, trasunto del tristemente célebre Alphonse Laurencic, autor intelectual de las checas psicotécnicas de Barcelona. «Se consideraba un sibarita de la tortura, creía que aquello de pegar palos a la gente era un atraso», señala el escritor sobre un personaje que aplicó los diseños de la Bauhaus y las teorías cromáticas de Kandinsky para convertir el arte moderno en parte de esa «industria de matar» que el SIM, «órgano oficioso de la represión estalinista», puso en marcha en 1937.

Terror planificado

«Siempre se dijo que durante la Guerra Civil el terror en el bando nacional estaba planificado y en el bando republicano, en cambio, era espontáneo. Y no. Sobre todo en 1937, cuando se impusieron los estalinistas, Barcelona reprodujo con fidelidad las purgas de Moscú. Mientras se hacían los procesos de Moscú, aquí teníamos el proceso contra el POUM. El mismo ambiente del Moscú del 37 lo tenías en Barcelona, Madrid y Valencia, que es donde estaban las checas más sofisticadas», explica.

Con todo, esas checas de diseño demencial y brutalidad vanguardista –«es una ironía de cómo el arte moderno se puede convertir en una pesadilla», acota Doria– son solo uno de los amarres de un libro que se cuela por los callejones del barrio Chino, reivindica el espíritu aventurero del periodismo de principios del siglo XX y viaja de los recargados salones de la burguesía catalana a la austeridad de esas modistas que vivían pegadas a su máquina Singer.

Así, a caballo entre los años treinta y la década de los cincuenta, la novela es un baile constante entre silencios –«el de la posguerra, que vino impuesto por la dictadura, y el del pasado, a muchos les corroía porque tenían cuentas pendientes», aclara-, homenajes al saber enciclopédico y a la dedicación de una editorial que, como Montaner i Simón, «dio de comer a muchos escritores en la posguerra», y fogonazos de esa Barcelona salpicada de orquestas, cabarets y luces parpadeando sin parar en el Paralelo. «La virtud de esa Barcelona fue crear el mito, la leyenda», apunta Doria, quien rescata a celebridades de la época como Raquel Meller o el empresario Joaquín Gasa para ilustrar el declive del llamado «Broadway barcelonés». «Durante mi infancia vi como fueron destruyendo todo eso, tirando al suelo cines y teatros. Era precioso y lo convirtieron en una carretera», recuerda.

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