Mundial Rusia 2018

Luis Suárez, el portavoz de Uruguay

Con su madurez consumiéndose, el delantero del Barcelona encarna el sentimiento de uno de los países más particulares del Mundial

Luis Suárez
Alejandro Díaz-Agero

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Si el Mundial fuese un festival de música veraniego, Uruguay sería la banda de rock que se baja de una furgoneta sumida en una densa nube de humo, sobre la que gravita una congregación de estrellas que bien podrían tener derechos parentales sobre buena parte de quienes las aclaman. En el centro estaría Luís Alberto Suárez Díaz (Salto, 1987), más talludo por lo que dice su historial deportivo que por lo que refleja su DNI.

Pocas estrellas en el fútbol pueden presumir de la veteranía forjada a base de esfuerzos encomiables del capitán charrúa. La suya es la historia de un delantero nacido para reinar como y donde buenamente le placiera. Ocurre que la vida aprovecha su dicha para dictar renglones a su antojo. Cuando Suárez tenía 16 años el amor de su vida, Sofía Balbi, se mudó a Barcelona con su familia. Fue así como su único objetivo en la vida pasó a ser jugar al fútbol –pensaba dejarlo– para conseguir que un equipo europeo lo fichara y así poder estar cerca de Sofi. De padres divorciados, con seis hermanos y una trayectoria en los estudios cuanto menos poco halagüeña, el balón emergió como un salvavidas en medio de la inmensidad.

El Groningen le supuso el vuelo transatlántico, al que poco después seguiría otro a Amsterdam y, poco después, a Liverpool. Tras escalar hasta el pico más alto de Anfield, Suárez recibió la llamada que cerraba un círculo al que había hecho un órdago irremisible. Allí un tal Messi había clausurado todos los ochomiles posibles, así que Suárez decidió construir el suyo: si no iba a ser el más grande en un sentido, al menos tendría que serlo en otro.

Fue así como la leyenda de Suárez, forjada a base de un dominio insultante en las inmediaciones del área grande, una paleta de golpeos que ni en los videojuegos y una reverberación de su temible presencia sobre el campo, alcanzó su cénit. El uruguayo devoró los límites de lo establecido por el reglamento y se erigió en el enemigo más temible para un defensor central, en el sentido más amplio del término, desde los codos de Vieri.

La evolución que se inventó Suárez se asemeja a un hábito en Uruguay, donde tres millones de habitantes se bastan para producir una selección que en 2010 cayó con honores en semifinales ante Holanda –partido que Suárez no jugó porque había sido expulsado en la eliminatoria de cuartos ante Ghana tras parar un balón sobre la misma línea de gol– y en 2014 sucumbió en octavos ante la zurda en combustión de James. En Rusia, si nada se tuerce, el máximo goleador histórico del combinado uruguayo (50) alcanzará los 100 partidos con la selección.

Cuenta A.J. Liebling en «La Dulce Ciencia» (Capitán Swing) que cuando Rocky Marciano caía en la cuenta de que tenía frente a sí a un rival que se dedicaba únicamente a defenderse, Marciano centraba sus esfuerzos en los brazos, de tal manera que llegaría un momento en el que en lugar de destrozar una nariz, un pómulo o un riñón cayese un bíceps anestesiado a crochés, dejando el camino despejado hacia lo que Suárez llama gol.

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