Fatih Terim, entrenador veterano, persona rigurosa y metódica, dirige los designios de Turquía en esta Eurocopa. En realidad, poco o nada del fútbol otomano de los últimos veinte años puede entenderse sin analizar su autoritaria figura. Nacido en una familia muy humilde, con un padre discapacitado, la necesidad de sostener a su propia familia le enseñó a salir adelante y le forjó una personalidad ruda y disciplinada. Iba para mecánico de motores, pero su habilidad con el balón le procuró un futuro distinto. Al fútbol le debe todo. Empezó de delantero, pero al llegar al Galatasaray se reconvierte en líbero, una posición en desuso solo reservada a futbolistas con potentes dotes para el liderazgo.

Fue un buen futbolista, pero es con su paso a los banquillos donde se siente realizado. Curtido en la sub 21, da el salto a la absoluta y la clasifica por primera vez a una Eurocopa en 1996. Más tarde convierte al Galatasaray en el primer club turco en ganar un título europeo, la Copa de la UEFA de 2000. Ese éxito le llevó a Italia, primero como entrenador de la Fiorentina y después del Milán. De ambos salió por la puerta de atrás. Las aficiones le adoraban, pero las directivas, poco acostumbradas a escuchar reproches, no tanto. Terim tiene fama de hablar sin rodeos y con cierto desprecio hacia el poder establecido. Nunca ha vuelto a salir de su país para entrenar.

En Francia dirige a una selección joven, aún inexperta, que acata sus órdenes como a las de un padre estricto y protector. Tras perder ante Croacia en la primera jornada, Turquía se echó encima de Arda, y ayer Terim apareció reclamando sonrisas a sus compatriotas, no sin cierto tono irónico. No se calla una: «Hoy muchos que han estado callados empiezan a salir de la cueva», dijo defendiendo a sus jugadores.

Ojo con él. Fatih Terim nunca se rinde ni deja que lo hagan sus jugadores.