Paul Gascoigne acelera hacia su autodestrucción

El exfutbolista inglés sucumbe a sus demonios, ebrio y con la cara destrozada

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Tan triste como previsible. Gazza acelera por la autopista de autodestrucción que antes recorrieron George Best, Garrincha o Sócrates. El diario amarillo «The Sun» ha fotografiado la dolorosa recaída de Paul Gascoigne en la ebriedad después de cinco meses que sus amigos definen como de cierto sosiego. Tras una tangana en un bar de Poole, la turística ciudad costera del Sur de Inglaterra donde vive, el exfutbolista buscaba un taxi tambaleándose, con una botella de ginebra en la mano y el rostro ensangrentado, con heridas en la frente, la nariz y los labios. La policía acabó llevándolo al hospital.

Gascoigne, exfutbolista de clase, en caída libre desde comienzos de siglo, nació hace 48 años en una pequeña ciudad vecina a Newcastle, en la Inglaterra fría que ya mira a Escocia.

Sus padres eran gente humilde. Él, mozo de cuerda de cajas de ladrillos y ella, operaria de una fábrica. Pero desde luego no les faltaba fe en su hijo: lo bautizaron Paul John, para que llevase el nombre de los dos cerebros de los Beatles, pues estaba llamado a ser alguien. Cumplió el presagio. A los 18 años ya tenía ficha profesional en el Newcastle y a los 23, en el Mundial de Italia, se metió para siempre a Inglaterra en el bolsillo.

Hace ya cincuenta años que la selección inglesa no rasca pelota, esa es la fría realidad (su único y último título es el Mundial de 1966). Así que la prensa y la afición tienden a la hipérbole, a sobrevalorar a sus jugadores con enormes campañas de márketing. Algo de eso hay con Beckham y Rooney. También en su día con Paul John. Su hechizo se ofició en la semifinal mundialista frente a Alemania. Gazza recibió una amarilla, que lo apartaba de la finalísima si su equipo pasaba, y rompió a llorar con rabia desconsolada. Ahí cautivó a todo un país.

Gascoigne era un centrocampista de fútbol fácil y mucha clase, capaz de adornarse hasta con regates virgueros de tacón. Gastaba una pinta coñona, que encantaba a su parroquia: un inglés rubicundo y fortachón, un poco achaparrado (1.75) y de fuerte personalidad. Además era un cachondo, capaz de aparecer con una avestruz en un entrenamiento, o de aterrizar en una terminal tras un campeonato con unas tetas de goma caladas.

Todo tuvo más ruido que nueces. Su palmarés luce pocos títulos y el Lazio pagó un fuerte dinero a cambio de discretas prestaciones. Probó suerte en China y colgó las botas en Boston en 2004. Quiso ser entrenador, pero pasó lo de siempre: en 2005 lo echaron del banquillo modesto Kettiring por su intimidad con la botella. No ha vuelto a un equipo.

Aunque su extraversión engañaba, la de Gazza en realidad es una historia trágica. De niño perdió a su mejor amigo, todo un golpe para una psique débil, con problemas de bulimia, depresiones y serios trastornos de conducta. Tampoco le ha ayudado la cacería implacable y morbosa de la prensa sensacionalista británica.

Los allegados hablan de «un corazón de oro». Su mujer y madre de su hija se divorció en 1998, después de que le pusiese un ojo morado. Gascoigne ha sufrido dos quiebras, un intento de suicidio y en sus peores momentos, según confesión propia, se trasegaba cuatro botellas diarias de whisky y una docena larga de rayas blancas. Sus últimos tres lustros han sido un rosario de intentos de rehabilitación. El más sonado, cuando Lineker y otros amigos del fútbol juntaron 40.000 euros para pagarle un tratamiento de desintoxicación en Phoenix, después de verlo llorando y temblando en una gala caritativa. No funcionó. Por ahora nunca funciona. Solo Paul John podrá salvar a Gazza.

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