Ciclismo

Los arrebatos del Chava, un genio libre en el ciclismo

José María Jiménez murió en 2003 y es uno de los corredores españoles más queridos y recordados

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Repone la tele aquella primera ascensión del Angliru en la Vuelta a España y queda en el recuerdo la extraordinaria subida de José María Jiménez en compañía de Roberto Heras y luego en la caza de Pavel Tonkov. Victoria del Chava y antológica frase para culminar su obra. «Para que esta cumbre fuese mítica tenía que ganar yo». Tipo único y genuino, murió en 2003 y es uno de los ciclistas españoles más queridos y recordados.

Su instinto vital se resumía en episodios como éste. Un día vio un espectacular Morgan azul que le llamaba a voz en grito. Aficionado a los coches, lo vio, entró en el concesionario y lo compró. Salió ufano con el automóvil y al poco de estrenarlo, lo estrelló contra un pretil.

Arriba y abajo, la ruleta rusa del todo o nada, el exceso y el pozo, una vida sin término medio. Hace diecisiete años José María Jiménez se presentó a unas pruebas para matar el tiempo. Víctor Sastre, el padre de su cuñado Carlos Sastre -casado con Piedad, hermana del Chava-, había inaugurado una escuela de ciclismo al calor de los éxitos de Ángel Arroyo, el vecino del pueblo que casi conquista el Tour de 1983 en el que fue segundo detrás de Fignon.

Jiménez era un chaval como tantos, cuyos padres regentaban un mesón en la calle principal de Barraco y cuyo futuro se adivinaba al otro lado de la barra. Él lo decía: « Si no hubiera sido ciclista, hoy estaría poniendo raciones de cabrito» . Jiménez era grueso como una bola. Todos los kilos que le sobraban, más de quince, eran sinónimo de fuerza bruta, de embrión de deportista.

La vida le llevó al ciclismo por obra y gracia de Víctor Sastre , del mismo modo que le pudo conducir a cualquier otro deporte o al descampado donde los chavales del pueblo dejaban su alma por la heroína. El Barraco es la falda sur de Ávila, promontorio de la sierra de Gredos, inviernos gélidos y largos, veranos cortos y calurosos. Un buen lugar para cultivar el ciclismo, deporte rural, sacrificio y aire limpio de las montañas.

A Jiménez le sedujo la vida de ciclista. Ganaba a cualquiera en la montaña, llenaba el bolsillo y crecía su fama. Siempre en Banesto, concibió su profesión desde un único prisma: sólo la victoria le recompensaba. «¿Para qué quiero hacer cuarto? Sólo se firman buenos contratos si ganas», decía sin disimulo. Si podía vencer, llegaba al límite.

Una táctica discutible, pero lícita, que le reportó beneficios. En sus finanzas y en el cariño del público. Cuando ganaba, todos lo hacían con él. Cuando perdía, eran rarezas del Chava.

Una victoria le cambió el chip. Fue en la Vuelta 97, en Los Ángeles de San Rafael. Media vida persiguiéndola y en el podio, con todos los focos apuntándole, se colocó la camiseta del Atlético de Madrid , una de sus pasiones. Como siempre, sus directores no sabían si felicitarlo por el triunfo o sancionarlo por su desliz publicitario para con la casa que le pagaba.

Se negó a admitir que la contrarreloj entrase en su vida . Para él sólo existía la montaña. Las pruebas en el túnel de viento se las tomó a guasa, como cualquier ejercicio que implicase regularidad, veintiún días de sacrificio, trabajo denodado que obligase a sus compañeros.

Actuaba por libre, sin ataduras. Corría como vivía. Al día. Sus nueve victorias en la Vuelta , su último paseo imperial (la cronoescalada a Arcalís en la Vuelta 2001) y sus reinados de la montaña le convirtieron en el niño querido de los aficionados. Tantos partidarios por su brindis al espectáculo como detractores por su mala fama y talento desperdiciado. Parecía inmune a los comentarios. Hasta que llegaron las sesiones de hospital y controvertidas terapias, el rastro de la noche, la mala vida... «Hay que estar preparado para todo», solía decir. Incluso para morir.

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