Mundial de ciclismo

Alejandro Valverde, por fin campeón del mundo

El murciano, con 38 años, completa una carrera sensacional y lucirá el arcoíris después de ganar en Innsbruck con maestría

Valverde celebra su triunfo REUTERS

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Llora, grita, abraza, gime y contagia Alejandro Valverde frente al Palacio de los Augsburgo, suelo empedrado ante un edificio imponente que recoge años de historia en una ciudad guarecida por los Alpes. En Innsbruck, en ese instante de pletórica felicidad, un ciclista repasa mentalmente entre sollozos la crónica de su vida . Es Valverde, el hombre equipado de serie desde el vientre de su madre para este deporte. Todas las victorias que ha juntado en una trayectoria excepcional (121 hasta ayer, más que nadie en España, muy pocos en el mundo), todos los éxitos que un día compartió, nada tienen que ver con este momento. Enganchado del cuello de su masajista, Escámez, hace ronda en el pasado y descubre a un superclase del ciclismo que sentía frustración porque durante quince años se le había escapado la pieza superior, esa cumbre inalcanzable del Mundial. Dos platas y cuatro bronces después, Valverde interpretó la obra maestra: campeón del mundo, maillot arcoíris, la eternidad para un deportista sublime que podría ser, por cordial, educado y sencillo, su vecino del piso de al lado.

La emoción embarga a Valverde, hijo de un camionero y una ama de casa de Las Lumbreras (Murcia), porque era la última oportunidad. Un ahora o nunca para un deportista de 38 años, que pasa a las hemerotecas por su tenacidad en la persecución de un sueño y también por su longevidad en la elite. Tiene 38 años, teórica edad para la jubilación deportiva si no fuera porque en ese cuerpo escuálido de 61 kilos conserva lo más importante en la vida: ilusión, motivación para seguir. Hoy sería el campeón del mundo más viejo de la historia si no fuese porque en 1985 el holandés Joop Zoetemelk se premió a sí mismo con el maillot más hermoso del ciclismo, el arcoíris.

A Valverde le perseguía una condena como una sombra negra. Alguien tan brillante en la carretera, tan efusivo para sumar, era incapaz de interpretar con sensatez los vericuetos de un Mundial. Para quien ha ganado todo lo que podía ganar (el Tour es imposible para él), esta cita era una maldición pese a una hoja de servicios excelsa (seis medallas). Sus últimos bronces ya se sintonizaban como frustración más que como gloria. Ayer, en Innsbruck cicatrizó todos las heridas.

Lo hizo a bordo de una imponente selección española, tan expansiva y rotunda ayer que hizo olvidar otras secuencias plomizas y sin presencia en carrera. Lo bordó el grupo de Javier Mínguez, otro pasajero del ciclismo con escamas de experiencia (69 años). Nadie fue espectador en un circuito propicio para la tradición que, salvo el sublime desfile de Induráin, ha condecorado a los españoles. Había montaña. Rampas de verdad, de las que entronizaron a Bahamontes, Julio Jiménez, Perico Delgado, Chava Jiménez o Alberto Contador. Siete veces la misma cumbre de ocho kilómetros, 4.600 metros de desnivel, y una puerta al infierno el terrible Holl de 2,8 kms y un tramo de pared al 28 % de desnivel.

La selección y Valverde depuraron las seis horas y 46 segundos de competición con lucidez y carácter. Nadie se puso nervioso con la fuga que amenazó la estabilidad emocional del campeonato. Once corredores escapados desde la primera vuelta –Britton (Canadá), Ludvigsson (Suecia), Asgreen (Dinamarca) Mullen y Dunne (Irlanda), Fominykh (Kazajistán), Laengen (Noruega), Hnik (Rep. Checa) Van Rensburg (Sudáfrica), Koshevoy (Bielorrusia) y Didier (Luxemburgo)– que anularon la competencia. Desperdigados y en procesión, llegaron hasta el último giro (más de 230 kilómetros en fuga) y solo claudicaron los dos últimos –Asgreen y Laengen– en la última escalada al Igls.

Agazapado como los guepardos, a Valverde le dio tiempo a pensar en toda su trayectoria ciclista, en la posibilidad cierta de una nueva decepción, pese a que la fatiga y los kilómetros llenaron la pista de cadáveres: Sagan, el triple campeón mundial , Dan Martin, Zakarin, el ganador de la Vuelta Simon Yates, el favorito Kwiatkwoski, los caídos Roglic y Barguill, el colombiano «Supermán» López.

Al envite de los belgas (Van Avermaet), al empuje de los italianos (Cataldo, Caruso, Moscon), a la valentía de los holandeses (Poels, Kruijswijk) siempre respondió un español (Castroviejo, Herrada, Izaguirre, Omar Fraile).

Se llegó al terrorífico Holl, con ventaja de Francia (Bardet, Pinot, Alaphilippe), pero con Valverde en su sitio: el grupo principal donde se repartían medallas por las rampas de las eses. La pendiente eliminó a Pinot, luego a Alaphilippe y Moscon. También a Dumoulin, que luego enlazó soberbio en el descenso. A la meta compareció Valverde favorito con tres invitados (Bardet, Woods y Dumoulin). En cabeza y sin agobios, destensó su vida a falta de 300 metros. Un sprint majestuoso sin réplica ni remontada posible que lo transportó al paraíso y al inexcusable llanto de la felicidad.

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