Discos confinados: la banda sonora de la reclusión

Bon Iver, Bruce Springsteen y los Rolling Stones han sacado el máximo partido a periodos de encierro

Justin Vernon (Bon Iver), en una imagen promocional ABC

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Una cabaña en medio de la nada, una guitarra y poco más que hacer que ver pasar las horas esperando que, poco a poco, la mononucleosis y la infección de hígado sean un incómodo recuerdo. Enfermedad y confinamiento. ¿Les suena? Pues de su unión, aunque en circunstancias algo diferentes, nació hace doce años el debut de Bon Iver, proyecto con el que Justin Vernon empezó a lamerse las heridas de la disolución de su anterior banda, DeYarmond Edison, y ha acabado por convertirse en superestrella del indie. Ahí están (o estaba, que esto avanza a toda prisa) sus conciertos previstos para abril en el Wizink Center y el Palau Sant Jordi , fechas que quizá no lleguen a celebrarse pero que ayudan a calibrar la magnitud de un proyecto nacido del mismo aislamiento y retiro en el que quizá se esté gestando algún proyecto discográfico durante estos días.

«Hay un mundo al que puedo ir y contarle mis secretos», cantaban los Beach Boys en «In My Room», y eso es precisamente lo que hizo Vernon en 2007 cuando se encerró en la cabaña de caza de sus padres en el noroeste de Wisconsin intentando dar esquinazo a un año pésimo. En la agenda, cortar madera y cazar ciervos como única terapia para superar una doble ruptura (una musical y otra sentimental) y recuperarse de un par de achaques físicos. Con lo que no contaba el estadounidense era con que, después de aburrirse como una seta durante dos semanas, empezaría a grabar lo que sería «For Emma, Forever Ago», acaso el disco más bello nacido de un encierro.

«Emma no es una persona. Emma es un lugar en el que te quedas atrapado. Emma es un dolor que no puedes borrar», explicaría con los años un músico que, encerrado en su cabaña, sacó petróleo de sus guitarras, un Mac con una copia de ProTools y su hoy legendario pero entonces recién estrenado falsete. Folk embrujado y crujidos digitales para sublimar un concepto de grabación íntima y hogareña que, sin embargo, no era precisamente nuevo.

Es más: obviando que existe toda una corriente musical, el denominado bedroom pop, que tiene su razón de ser en geniecillos postadolescentes que despachan canciones de baja fidelidad desde la intimidad de su habitación, aislamiento y soledad se han traducido con frecuencia en obras maestras de la música popular. De ahí surgió, sin ir más lejos, el espartano y sobrecogedor «Nebraska», álbum que Bruce Springsteen proyectó para grabar junto con la E Street Band pero del que acabó publicando versiones a pan y cuchillo, poco más que maquetas. Canciones grabadas en su casa de Nueva Jersey en un 4 pistas que, justo después del desparrame rockero de «The River», sonaban a fantasmagóricos lamentos nacidos de algún lugar sin ventilación ni esperanza alguna.

Perdido en mi habitación

Casera fue también la caótica y delirante grabación de «Smile», disco maldito de los Beach Boys con el que Brian Wilson empezó un exilio interior en su casa de California. Incluso instaló un tienda de campaña para consumir marihuana y LSD y, más extraño todavía, hizo construirse un gigantesco arenero que rellenó con ocho toneladas de arena de la playa de Malibú y en el que colocó su piano de cola. Con los años, todo aquello se acabó traduciendo en un disco magistral encerrado en un cajón y en una cuarentena de casi dos décadas que Wilson, a solas consigo mismo y con sus demonios, dedicó a recomponer las piezas de su maltrecho cerebro.

Mick Jagger y Keith Richards, durante el encierro del 72 en Francia Efe

Otra cosa son las experiencias hogareñas de tipos como Daniel Johnston, entrañable cantautor de mente quebradiza que facturó desde el sótano de sus padres cintas hoy clásicas como «Hi, How Are You», o autoconfinamientos como los de Mike Oldfield, quien grabó a solas «Tubular Bells» en The Manor, una mansión-estudio cerca de Oxford. Nine Inch Nails también se encerraron durante 18 macabros meses en la mansión en la que fue asesinada Sharon Tate para grabar «The Downward Spiral» y Radiohead hicieron lo propio en una casa de Bath propiedad de Jane Seymour (sí, la «Doctora Quinn») para terminar las sesiones del influyente «Ok Computer».

Nada comparable, sin embargo, al «exilio» de los Rolling Stones en la Costa Azul, una reclusión despendolada de la que nació el sublime «Exile On Main St». Y es que, escapando del fisco de su país, los británicos se instalaron en 1972 en Ville Nellcôte , cuartel general de los nazis durante la ocupación, y salieron de ahí embarazados, casados, enganchados a la heroína y, en fin, con un disco exuberante que refleja como pocos lo que puede ocurrir cuando cinco tipos en estado de gracia exprimen entre cuatro paredes todas las posibilidades del manido sexo, drogas y rock and roll. Eso sí, como diría un viejo anuncio: mejor no intente hacerlo en su casa.

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