«Aquí estoy» refleja las distintas formas de vivir el judaísmo. En la imagen, funeral en la sinagoga Yetev Lev D’Satmar (Nueva York)
«Aquí estoy» refleja las distintas formas de vivir el judaísmo. En la imagen, funeral en la sinagoga Yetev Lev D’Satmar (Nueva York) - Reuters
LIBROS

Operación Safran Foer

Entre Philip Roth y J. D. Salinger se balancea «Aquí estoy». El Safran Foer más ambicioso, ácido y con más mala sangre

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A Jonathan Safran Foer (Washington D. C., 1977) se lo ama o se lo odia. Ahí están su activismo vegetariano, sus «emails» vergonzantes a la actriz Natalie Portman, su muy publicitado divorcio de la también escritora Nicole Krauss, y sus sentidos o sentimentaloides «best sellers», «Todo está iluminado» y «Tan fuerte, tan cerca». Uno y otro haciendo gala de simpatía y «pathos» post-salingerianos (la palabra que existe en inglés para todo eso es «twee», e incluye también a las canciones de Belle and Sebastian y a Maurice Sendak y hasta a Ana Frank) a la hora de retratar la catástrofe, tenga esta lugar en una Ucrania estragada y todavía sacudida por la memoria del Holocausto o en un World Trade Center en caída libre aquella soleada mañana de septiembre de 2001.

Con «Aquí estoy» -su primera novela en once años- Safran Foer ofrece una nueva posibilidad a la hora de considerarlo: la de ser un escritor interesante.

¿Cómo lo ha conseguido? Fácil y no tanto. Jugando la carta del «Monopoly Lit-USA», que te lleva a comprar propiedades en la ahora abandonada por su autor Avenida Philip Roth. Es decir: «Aquí estoy» -con título de resonancias bíblicas: lo que le dice Abraham a un Dios caprichoso que le exige el sacrificio de su hijo- quiere ser la Gran Novela Judía Metaficcional Cripto-Autobiográfica Incluyendo Apocalipsis Matrimonial y Destrucción de Israel. Casi nada. Y cabía pensar si Safran Foer -más acostumbrado al sentimentalismo «cool» aun en el contexto más desgraciado- tenía lo que hay que tener para erigir semejante monumento con materiales como la ironía, la acidez y la mala sangre.

Onda expansiva

Sorpresa: las tiene, al menos en parte y en partes. Y si bien no puede decirse que todo funcione aquí, es más que loable (y disfrutable) la ambición de Safran Foer. Tras los pasos de esa obra maestra que es «Levantarse otra vez a una hora decente», de Joshua Ferris, «Aquí estoy» es otra novela enloquecida sobre un ser enloquecido por los requerimientos y cláusulas y contradicciones del ser (o no ser) judío.

Así, un terremoto destruye Israel y su onda expansiva y réplicas alcanzan al supuesto matrimonio supuestamente perfecto de Jacob (novelista en la cuarentena devenido guionista de una serie de tv que incluye dragones estilo «Juego de Tronos») y Julia Bloch (melancólica arquitecta reinventada en «consultora de renovaciones» o algo así) y a sus tres hijos teóricamente inmejorables. Falta de comunicación, sequía de sexo (cuando alguna vez alcanzaban el orgasmo solamente con mirarse los genitales), abundancia de discusiones de pareja (lo mejor del libro), descubrimiento de mensajitos comprometedores en el agujero negro de esa pantallita, y ese afecto en piloto automático que, de pronto, comienza a fallar y perder el sentido de la orientación para alcanzar su destino. Y Safran Foer -cuyos protagonistas anteriores habían sido jóvenes en el extranjero o niños prodigiosos- aferrándose, más que abrazando, la (in)madurez de sus protagonistas, a los que examina con partes iguales de crueldad y ternura sin, por momentos, decidirse entre si debe dar el tiro de gracia o aplicar un vendaje. Es decir, lo del principio: la duda entre ser un magistral y desagradable Philip Roth o un genial y siempre necesitado de afecto para sus criaturas J. D. Salinger.

Una ardilla muerta

El peligro de semejante indecisión entre dos titanes tan diferentes es caer en lo empalagoso y lo «kitsch». Así, por un lado, el abuelo superviviente de los nazis y el hijo masturbador que se hace pasar por una chica latina «on line» y es arrastrado a su propio «bar mitzvah». También, un perro que ha perdido el control de sus funciones corporales y el recuerdo infantil y traumático de una ardilla muerta y hasta un cameo del pene de alguien que parece ser Steven Spielberg. Por otro, una Israel devastada a la que atacan sus vecinos musulmanes y que llama a los judíos del mundo para que regresen en su ayuda y defensa, y Jacob -aleccionado por su padre, sionista, y su combativo primo- preguntándose si la convocatoria lo incluye a él y si va a llegar más lejos del aeropuerto.

En resumen: algo así como «Operación Shylock», del ya mencionado Roth, reconvertida en una «sitcom»c más cerca de«Seinfeld» que de «Louie» pero, también, como una película ya no tan simpática como las de los insumergibles Royal Tenembaums de Wes Anderson y mucho más próxima a la acidez de los muy tocados «hipsters» de Noah Baumbach en «Una historia de Brooklyn» y «Mientras seamos jóvenes». Todo y todos allí, a la moda pero listos para estar «out», donde son muy delgadas las líneas y apretados los labios que separan la sonrisa de la mueca en la que ya no hay cabida para un último beso.

Resaca mañanera

Si no fuese Safran Foer quien es y quien ha hecho lo que viene haciendo hasta ahora, podría considerarse «Aquí estoy» como la más cruel y precisa parodia de los métodos novelescos de otro Jonathan: Franzen.

Pero no.

Y ahí está lo más interesante de «Aquí estoy», que también podría llamarse «Quién soy»: una tensión permanente entre el Safran Foer amable que fue y el Safran Foer un tanto más desagradable pero tanto más interesante desde un punto de vista narrativo que podría ser. De algún modo, es como si las poluciones de su realidad y la fatiga de materiales de su no-ficción potenciaran a un escritor mucho más digno de atención de lo que jamás fue.

Lo que no quita que, hacia el final, Safran Foer -como quien llama por teléfono con resaca mañanera tras una larga y alcohólica noche en la que pudo llegar a decir muchas cosas impertinentes de las que no se acuerda muy bien- vuelva a ser quien siempre fue y bombardee con frases dignas de una línea intelectual de postales marca Hallmark intentando apuntalar algo más o menos parecido a una moraleja que no está muy lejos del «todo lo que necesitas es amor» de Los Beatles, sabiendo que el dinero no puede comprártelo.

Entonces, claro, sólo queda tener fe.

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