LIBROS

Mario Cuenca Sandoval: «A Messiaen la música y la fe lo salvaron de su tragedia vital»

El escritor catalán afincado en Andalucía acaba de publicar la novela «El don de la fiebre» (Seix Barral), centrada en la vida y la obra del compositor francés Olivier Messiaen

Mario Cuenca Sandoval Inma Serrano
Carmen R. Santos

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Nacido en Sabadell, en 1975, y afincado en Córdoba donde es profesor de Filosofía , el narrador y poeta Mario Cuenca Sandoval ha conseguido el favor de crítica y lectores. Tras publicar, entre otros títulos, las novelas «Boxeo sobre hielo» -por la que obtuvo el Premio Andalucía Joven de Narrativa-, y «Los hemisferios», y los poemarios «Todos los miedos» -Premio Surcos de Poesía-, y «Guerra del fin del sueño», acaba de dar a la imprenta «El don de la fiebre», lograda exploración del músico francés Olivier Messiaen .

¿Cómo y cuándo descubrió a Olivier Messiaen?

Reconozco que Messiaen no formaba parte de mi panteón personal de compositores. Conocía su «Cuarteto para el fin del tiempo», y poco más, cuando tropecé con él mientras me documentaba para otro proyecto. Después de «Los hemisferios», que fue una novela muy dura de escribir, y de contenido bastante siniestro y luctuoso, tenía la necesidad vital de crear una novela luminosa, que arrojara luz sobre el lector. Para ese proyecto, estaba documentándome sobre el fenómeno de la sinestesia, es decir, la capacidad innata que tienen algunas personas de asociar dos sentidos, el oído y la vista, por ejemplo, individuos que pueden percibir notas musicales como manchas de color o formas geométricas. Y así fue como desemboqué en Messiaen.

¿Qué le interesó especialmente de su figura?

Al principio fue esa capacidad suya de concebir la música como color. Messiaen asignaba un tono a cada nota de la escala y en cada octava y, por lo tanto, los acordes eran combinaciones de color para él. Pero detrás de esa concepción había, además, una metafísica, o una teología, toda una visión filosófica del mundo que le permitió recorrer «de puntillas» las grandes tragedias del siglo XX. En Messiaen encontré la encarnación de uno de los temas que siempre me han interesado más: la posibilidad de vivir en la realidad desde otra altura, por así decirlo. Los primeros documentos que leí sobre su vida y su obra presentaban a Messiaen como una especie de santo, un tipo intachable situado en un pedestal de la historia, y cuyo único defecto documentado fue que era un hombre goloso, nada más. El célebre musicólogo Alex Ross llega a escribir que la vida de los santos (como Messiaen) carecen del menor interés. Como comprenderá, no puedo estar más en desacuerdo. La novela comienza como una vida de santos, una hagiografía. Asistimos a la elaboración del mito que el propio Messiaen construyó sobre su peripecia vital, peraltada sobre una serie de presuntos milagros. Pero conforme avanzaba mi investigación, iba descubriendo que Messiaen había exagerado y tergiversado estos episodios. Y, sobre todo, iban apareciendo informes que ponían en tela de juicio su posición durante el periodo de la ocupación nazi en Francia.

¿Cuáles serían sus características fundamentales? ¿Es un místico?

Creo que el propio Messiaen resumió a la perfección la tragedia de su vida (y cito de memoria) cuando dijo que era un músico católico que componía para un público en su mayoría agnóstico o ateo; un sinestésico que escribía para una audiencia que no podía percibir aquellos colores y un ornitólogo que recogía en su obra el canto de cientos de pájaros para una audiencia que no sabría distinguir una golondrina de una alondra.

«Para algunas cuestiones, consulté al que quizá sea el biógrafo más importante de Messiaen, el profesor Peter Hill, alumno y amigo suyo»

Imagino que se ha documentado…

Hasta la náusea. Por fortuna, hay abundantísima documentación sobre Messiaen, si bien muy poca en español. El problema no era precisamente la información, sino el exceso. Para escribir una novela hay que escoger una serie de focos de interés, un hilo de sentido, y dejar fuera toneladas de informaciones que pueden ser más o menos curiosas, pero que no contribuyen al tono, a la atmósfera y a la visión del personaje por la que uno ha optado. Tuve que eliminar decenas de párrafos con mucho dolor -pero, ¿cómo voy a suprimir esta anécdota tan simpática?-. Luego había una serie de aspectos banales para el biógrafo pero fundamentales para construir el personaje como, por ejemplo, ¿cuánto medía Olivier Messiaen? ¿Era fumador? ¿Cómo gesticulaba? Para esas y otras cuestiones, consulté al que quizá sea el biógrafo más importante de Messiaen, el profesor Peter Hill, alumno y amigo suyo.

¿Cuánto hay de invención y cuánto de realidad?

Bueno, todos los acontecimientos que se cuentan son estrictamente históricos y están documentados, pero allá donde no puede penetrar la historiografía, comienza la ficción: los diálogos, las reacciones íntimas de los personajes, sus monólogos interiores, todas esas esferas de la «intrahistoria» con respecto a las cuales el novelista no puede buscar la verdad, pero sí la verosimilitud. Mientras escribía, dialogaba continuamente en mi imaginación con el fantasma de Messiaen, de Yvonne Loriod, de Cécile Sauvage… Les preguntaba qué estaban pensando en esta o aquella circunstancia.

¿De qué forma ha trabajado con esos dos elementos?

Ha sido quizá la parte más difícil del trabajo. En primer lugar porque una novela no es una crónica ni una biografía (para eso ya había excelentes monografías publicadas). Para hacer literatura a partir de una biografía era necesario elevarse por encima del caudal de los datos históricos. Y, además de estos dilemas técnicos, por así decirlo, la novela me planteaba dilemas morales. No sé si los personajes de ficción tienen o no derechos, pero estoy seguro de que personajes históricos como Messiaen merecen una aproximación respetuosa.

«Messiaen estaba convencido de que las músicas de este mundo sólo son pálidos reflejos de la música del Reino de Dios»

Leemos en su novela que con algunas piezas de Shakespeare Messiaen comprobó que «el perímetro de la realidad era mucho más amplio que el perímetro de lo visible». ¿Trata usted de adentrarnos en ese perímetro de, digamos, lo invisible?

Messiaen estaba convencido, como buen católico, de que esta realidad que nos rodea es una pálida sombra de la otra, y de que las músicas de este mundo sólo son pálidos reflejos de la música del Reino de Dios. Sin esa premisa, es difícil comprender el propósito de su obra músical. Y yo he intentado, en efecto, trasladar al lector esa dualidad. No hago ningún «spoiler», como se dice ahora, si digo que en la secuencia de la muerte de Messiaen he intentado regalarle al personaje, y con ello al lector, la experiencia del encuentro con esa otra realidad, con su panteón religioso y, por supuesto, con todos los seres amados que fallecen en el transcurso de la novela. Narro de esta manera su desembarco en el Reino de los cielos, precisamente yo, que soy agnóstico.

¿La creación artística es un bálsamo frente al horror? ¿Supera las adversidades?

No sé si puede elevarse a máxima. En el caso de Messiaen, fue la alianza entre la música y la fe, que en él eran como su mano izquierda y su mano derecha, lo que le permitió crearse una esfera protectora, un estado de ensimismamiento que lo salvó de la trágica experiencia del cautiverio durante la Segunda Guerra Mundial, del campo de prisioneros de Görlitz y del durísimo invierno de 1940-41 mediante la composición y estreno de su «Cuarteto para el fin del tiempo».

«Intento, siempre que me es posible, conectar los problemas que trabajamos en clase con la actualidad y la experiencia inmediata»

En realidad, siempre he escrito narrativa y poesía, pero los dos primeros libros que pude publicar eran poemarios, y lo hice gracias a dos premios literarios, pues para un perfecto desconocido como era yo entonces no resultaba fácil acceder a las editoriales. De hecho, mi primera novela -«Boxeo sobre hielo»- se publicó gracias a un premio. Curiosamente, yo había participado en aquel certamen en la modalidad de poesía, pero decidí enviar mi novela diez minutos antes del cierre del plazo de entrega, sin la menor convicción. Y fíjese...

¿Tiene intención de seguir combinando ambos géneros?

Acabo de salir de un ciclo de cuatro novelas, en prácticamente diez años, que no me han dejado mucho tiempo para hacer incursiones en otros géneros. Aún así, he ido escribiendo un poema aquí y otro allá, y espero encontrar el tiempo y la serenidad para reunirlos y comprobar si poseen la suficiente unidad temática y estética como para conformar un libro coherente. Lo bueno de la poesía es que se le puede ser infiel sin que la poética de uno se desmorone. Pero una novela es una construcción arquitectónica que necesita vigilancia continua.

«Sin las Humanidades, el resultado sólo puede ser profesionales meticulosos pero absolutamente desorientados y manipulables»

Usted es profesor de Filosofía en un instituto. ¿Cómo interesa a sus alumnos en una disciplina tan poco «práctica»?

Intento, siempre que me es posible, conectar los problemas que trabajamos en clase con la actualidad y la experiencia inmediata. Si hablamos por ejemplo del conocimiento, de los criterios para distinguir un conocimiento verdadero del que no lo es, trabajamos en el aula el fenómeno de las «fake news», de los bulos en internet, de las cadenas falsas de «Whatsapp», etc. Siempre trato de que los chicos proyecten una mirada crítica sobre las informaciones que reciben de los medios de comunicación, o incluso del propio profesor. A veces juego a intentar confundirles, haciendo un poco de Sócrates. Se trata de que examinen sus propios prejuicios, o lo que Heidegger llamaba «los juicios secretos del entendimiento».

¿Es imprescindible recuperar para las Humanidades el puesto que merecen?

Es urgente. La información y el conocimiento son esenciales para una sociedad democrática, pero no podemos renunciar a la sabiduría. Por supuesto que hay que dar herramientas teóricas y prácticas a los futuros médicos, arquitectos, etc., pero el sistema educativo debe ayudar a formar ciudadanos, y no sólo profesionales. Y ahí las Humanidades juegan un papel decisivo, pues permiten adentrarse en debates morales, políticos, existenciales, etc. que están en marcha desde hace varios milenios. Eliminar las Humanidades en el sistema educativo equivale prácticamente a cancelar ese debate, al sustraerlo de la mirada de las futuras generaciones. Y eso es una tragedia. El resultado sólo puede ser profesionales meticulosos pero absolutamente desorientados, y a merced de las numerosísimas formas de manipulación del presente.

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