Mentiras creíbles, verdades increíbles

La noria de la Guerra Civil

El 18 de julio de 1936, a mi padre y a sus dos hermanos varones les pilló la contienda subidos a una monumental atracción de feria en la calle de Felipe II, en Madrid

Un miliciano republicano, durante el combate con las tropas nacionales en Madrid, en julio de 1936 ABC

Fernando Rodríguez Lafuente

Advirtió el escritor James Salter que solo permanece aquello que se escribe. Por muy increíble que parezca lo que se escriba. La siguiente historia fue narrada oralmente, sólo una vez en su vida, por mi padre. Como parece mentira y es verdad, la única forma de que sea verdad es dejándola escrita para que parezca mentira. Así, con el paso del tiempo parecerá mentira y se convertirá en verdad. Y será una mentira más, que es verdad, surgida de la despreciable Guerra Civil española, porque uno debe aprender de aquellas cosas que no se pueden cambiar. Aprender del paso insoslayable del tiempo. Del cúmulo de sombras que forman una vida. Aprender de la galería de voces que pueblan el eco de la memoria, pero no son la Historia .

El 18 de julio de 1936 a mi padre y a sus dos hermanos varones la Guerra les comienza subidos en una monumental noria instalada en la calle de Felipe II, donde hoy está un edificio de El Corte Inglés, y se quedan allí, en lo más alto, mientras por Felipe II, Goya, Narváez, Torrijos, se ve correr a gentes, se oyen disparos y los gritos angustiados de los que huyen sin saber muy bien de qué. Uno no puede comenzar una sangrienta Guerra Civil en lo alto de una noria, inmovilizada porque el tipo que estaba a cargo, al escuchar los primeros disparos y contemplar el caos en las calles, había desaparecido, y dejado a su suerte a cuantos allí estaban.

Y ahí, mi padre, Fernando, junto con sus hermanos, Ángel y Carlos, éste último el más avispado, quien al silbar de las balas, advirtió: «Al suelo, que tiran a dar». Pero, ¿a quién disparaban? A todos, y a ninguno, tal vez a los que se movieran. No es mal ejemplo de lo que la Guerra fue. Y allí permanecieron los tres, viendo cómo la infancia, para el más pequeño, y la adolescencia para los otros dos, desaparecía mientras contemplaban gentes caídas en las aceras, incendios en la lejanía. Los tres se asomaban en los límites de un miedo sin fin, pero también de un inesperado espectáculo gratuito ofrecido en el escenario de la vía pública.

Durante cuatro horas, el ir y venir, las sirenas, las consignas, los grupos de civiles armados, los guardias de asalto incapaces de poner orden en el guirigay espeluznante que había comenzado, las milicias populares con sus monos caseros, fueron la película en relieve, sin pantalla, que presenciaron ensimismados y asustados, como fugaces espectadores.

Asistieron con la sensación de que algo raro y tremendo ocurría, pero, al tiempo, con los ojos inyectados de asombro y curiosidad, de intriga y pavor. No sólo en la calle estaba el fatal espectáculo, también en los susurros, quejidos y llamadas de auxilio que lanzaban al aire de Madrid, desesperadamente, el resto de los cercados en sus cestas de la inmensa noria de la calle Felipe II. Según se contaron los tres hermanos, las horas transcurrieron como un relámpago, en un vértigo de imaginación y sospecha. Ni siquiera sabían si el tiempo pasaba, mientras la tarde, un caluroso julio madrileño, caía sin remisión hacia el lado del Palacio Real .

La oscuridad le tendía la mano a un inquietante silencio. De pronto, los disparos cesaron, se volvió a ver a transeúntes que, ahora, sin el nerviosismo de unas horas antes, procuraban llegar a sus casas, recoger a los familiares que se refugiaron en algún portal o establecimiento. Y, de pronto, alguien, anónimo e invisible, tomó la manivela de la noria y comenzó a mover la gran rueda del sueño y, así, uno a uno, familia a familia, parejas de novios, grupos de amigos, los tres hermanos, lograron volver a pisar el suelo de la calle. Sin saber lo que se les venía encima. El comienzo de las mentiras creíbles y las verdades increíbles.

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