El juego de las comparaciones

El cine como melancolía

John Huston llevó al cine de manera magistral «Los muertos», uno de los relatos de «Dublineses», de James Joyce

Anjelica Huston, en una secuencia de «Los muertos», dirigida por su padre, John Huston ABC

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Para David Lynch el cine aún no se ha emancipado de la literatura. Es deudor de sus tramas, de su desarrollo, de su espiral de acción y reflexión. El cine, según el autor de Twin Peaks , sigue en una infancia prolongada, a pesar de sus más de cien años. Lo cierto es que la relación literatura/cine es un viejo asunto que persigue cada adaptación cinematográfica en una polémica tan infinita como estéril. Pocos directores han logrado una perfecta simbiosis entre ambas creaciones como John Huston (1906-1987). Superó, en las versiones llevadas a la pantalla, el apotegma que advertía de cómo de una gran novela se hace una mala película y cómo de una mala novela se hace una gran película. Huston logró manejarse con un singular estilo entre grandes obras literarias para filmar grandes películas. Valga a lo largo de este cálido, normal, y enmascarado, anormal, verano un breve repaso a ello.

Dublineses (1914) es, quizá, la más lograda obra de James Joyce. El volumen es un conjunto de relatos que, con el tiempo, cambiaría, quizá si pretenderlo, el modelo, el sentido y la intención del género. Lo cerraba una obra maestra, «Los muertos» . Una historia pretendidamente costumbrista –una cena la noche de Epifanía en el Dublín de 1904- con una sombría mirada hacia lo efímero de la existencia de cada uno y la invisible, pero notable, presencia de los muertos en la memoria y sentimientos de los vivos. Más allá de los diálogos, la atmósfera, la peculiar manera de presentar a los personajes (a través de sus palabras, con apenas descripciones), la tarea de llevar ese minmalismo literario al cine se prometía imposible. ¿Cómo se traduce la extrema sensibilidad , hiriente, en el límite de los sentimientos comunes manifestada de manera extraordinaria en el breve relato en la pantalla para ocupar cerca de hora y media de metraje? ¿Cómo alcanzar esa tensión que el lector percibe en cada página mediante el paso de imágenes que incluyen la caracterización de los personajes? Ese es el juego de la adaptación.

Huston, como ningún intento anterior dedicado a trasladar a Joyce al cine, encuentra la vía secreta, la misteriosa alquimia de pasar las palabras a imágenes y hacer que, ahora, el espectador sienta la misma intensidad, si no más, que Joyce había pretendido, y logrado, en el lector. Un aspecto relevante es el de la banda sonora. La incorporación de sonidos que evocan cuanto se está diciendo en el relato subraya la razón de ser todo el relato: la profunda melancolía de una existencia hundida –la del protagonista Gabriel Conroy - en el tráfago fatal de la común mediocridad. Una mediocridad sumida no en el fracaso de los viejos anhelos sino en el inexorable paso del tiempo y la presencia, invisible, de los muertos que marcan la memoria de los vivos.

Huston rodó la melancolía en estado puro, las escenas finales, en la madrugada de un hotel solitario de Dublín, mientras cae la nieve sobre las grandes llanuras de Irlanda con el monólogo de Gabriel, sublime en las páginas de Joyce, se alza en uno de los momentos más conmovedores de la historia literaria, el director, mediante el esencial apoyo de una música -ya señaló el recientemente fallecido Morricone que la música en el cine llena lo que falta en la pantalla- que dibuja y subraya cada parte del monólogo, muestra a la melancolía, como nunca hasta entonces se había llevado al cine.

Como el lector podrá descubrir en los próximos capítulos de esta serie, John Huston en unas cuantas películas rompió, rasgó el tópico, sí, porque con él de una gran obra literaria se puede rodar una gran película, las dos en el mismo plano de emoción estética.

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