Cartas de amor que han pasado a la historia
Detalle del cuado «Carta de amor» de Johannes Vermeer. - wikimedia

Cartas de amor que han pasado a la historia

Desde Napoleón, Beethoven o Simón Bolívar a Emilia Pardo Bazán, Kafka o Neruda, personalidades de toda época han vertido en papel sus sentimientos hacia la persona amada

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Desde Napoleón, Beethoven o Simón Bolívar a Emilia Pardo Bazán, Kafka o Neruda, personalidades de toda época han vertido en papel sus sentimientos hacia la persona amada

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  1. «Tuyo siempre»

    Detalle del cuado «Carta de amor» de Johannes Vermeer.
    Detalle del cuado «Carta de amor» de Johannes Vermeer. - wikimedia

    «Esas cartas de amor que leen otros, esas cartas que, frías y desnudas, resistiéndose tiemblan de verguenza frente a los ojos que entrevén obscenos los actos inocentes, los más puros, esas cartas raptadas, violadas quizá por otro amor —irresistible», escribía Jorge Guillén. Y bien sabía de qué hablaba porque durante quince años mantuvo una correspondencia casi diaria con su novia y luego esposa, Germaine Cahen. El medio millón de palabras vertidas por el poeta en las 793 misivas que le escribió de su puño y letra a su amada entre 1919 y 1935 fueron recogidas en 2010 en « Cartas a Germaine» (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores). «No creas que todo mi sentimiento no es más que sensualidad, pero no creas que pueda amarte sentimentalmente, pero sin sensualidad. Te quiero, a ti, mi mujer», le decía el 6 de febrero de 1926 Guillén, que se confensaba en otra «muy tuyo y tuyo siempre».

    Con la misma muestra de pertenencia al otro se despedía Beethoven de su «amada inmortal» en una bella carta de amor en la que le decía: «Tranquila, mi vida, mi amor, sólo contemplando serenamente nuestra existencia podremos conseguir nuestro fin de vivir juntos (...) Siempre tuyo. Siempre mía. Siempre el uno para el otro». ¿Era su «amada inmortal» Antonie Brentano, la esposa de su amigo Franz? ¿O la condesa Josephine Brunswick? Desde que se encontrara esta carta sin fecha al morir Beethoven en 1827, se ha especulado mucho con quién fue la destinataria de los bellos versos en los que el genial compositor le confesaba que su amor le hacía al tiempo «el más feliz y el más desgraciado de los hombres».

    A Simón Bolívar quien le hizo sufrir fue la mujer del acaudalado médico inglés James Thorne. Manuela Sáenz se separó del británico para vivir un turbulento amor con el Libertador. «Cada momento estoy pensando en ti y en el triste destino que te ha tocado. Yo veo que nada en el mundo puede unirnos bajo los auspicios de la inocencia y el honor. Lo veo bien, y gimo de tan horrible situación por ti; porque te debes con quien no amas; y yo porque debo separarme de quine idolatro. Sí, te idolatro más que nunca jamás», le escribió Bolívar el 10 de abril de 1825.

    Apasionado -aunque lleno de infidelidades- fue también el amor que Napoleón Bonaparte profesó a Josefina. Once días después de su boda, tuvo éste que marchar como jefe del ejército francés a Italia y desde Niza le escribió: «Ni un solo día ha pasado sin amarte, ni una sola noche sin abrazarte en mis brazos, y ni una sola taza de té he tomado sin maldecir la gloria y la ambición que me mantienen alejado del alma de mi vida. En medio de mis ocupaciones, a la cabeza de las tropas, recorriendo los campos, mi adorable Josefina es la única en mi corazón, la que ocupa mi espíritu y atrapa mis pensamientos». Napoleón acabaría repudiando a Josefina antes de casarse con María Luisa de Austria, tras un romance con María Walewska, con la que tuvo un hijo. Días antes de su abdicación, Napoleón le escribiría sin embargo una última carta: «Adiós, mi querida Josefina, resignaos como hago yo, y no perdáis el recuerdo del que no os ha olvidado jamás y no os olvidará jamás».

    Decía Víctor Hugo que «es en las cartas de un hombre donde hace falta buscar, más que en el resto de sus obras, el sello de su corazón y el rastro de su vida» y lo cierto es que desde la primera carta de amor de la historia de la que se tienen noticias, que escribió un tal Gimil-Marduk a su amada Bhibi hace más de 4.000 años en la antigua Babilonia, ha habido tantas como historias de amor y desamor: Eloísa y Abelardo, Enrique VIII y Ana Bolena, Robert Schumann y Clara Wieck, Víctor Hugo y Juliette Drouet (ella le escribió 18.000 cartas), Paul Verlaine y Arthur Rimbaud, Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós, Oscar Wilde y lord Alfred Douglas, Sigmund Freud y Martha Bernays, Franz Kafka y Milena Jesenská, Antonio Machado y Guiomar, Neruda y Albertina Rosa, Hannah Arendt y Martin Heidegger, Virginia Wolf y Vita Sackville-West...

    El filósofo José Antonio Marina, que analizó en « Palabras de amor» (Temas de hoy, 2009) más de 1.000 cartas, se preguntaba en el libro por qué se escriben cartas de amor. «Por amor, sin duda. Porque el amor es expresivo, porque los amantes están lejanos, porque quieren acercarse, porque se expresan mejor por escrito que de viva voz, por timidez», respondía Marina antes de señalar cómo muchos escritores prefirieron vivir amores distantes, mezcla de pasión y prosa. El poeta Khalil Gibran y la escritora libanesa May Ziadah, recordaba Marina, «mantuvieron una correspondencia que pasó de la amistad al apasionamiento, a pesar de lo cual nunca tuvieron la necesidad de verse».

    Otros pasaron su vida juntos, como Winston Churchill y Clementine Hozier. que estuvieron casados 56 años. El primer ministro inglés le confesó a su querida «Clemmie» en una carta sentirse «deudor, si puede haber cuentas en el amor» porque lo que había sido para él «vivir todos estos años en tu corazón y compañerismo ninguna frase puede transmitirlo».

    Conmovedoras son las palabras que el filósofo André Gorz dedicó a su esposa Dorine, antes de suicidarse juntos en 2007: «Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos y sigues siendo bella y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca. (...) Necesito reconstruir la historia de nuestro amor para captar todo su sentido. Gracias a ella, somos lo que somos, uno por el otro y uno para el otro (...) Te escribo para comprender lo que he vivido, lo que hemos vivido juntos».

    Otras cartas se escribieron pese a que nunca iban a poder ser leídas nuncsu destinatario, como la que le escribió Katharine Hepburn a Spencer Tracy dieciocho años después de su muerte («¿Qué dices? No te oigo...»), la de Yoko Ono a John Lennon, o la del físico Richard Feynman a su difunta esposa, que recoge Shaun Usher en «Cartas memorables» (Salamandra, 2013) : «Tú, muerta, eres mucho mejor que cualquier otra persona viva (...) Amo a mi esposa. Mi esposa ha muerto. Rich. P.D: Perdona que no te envíe esto, pero ignoro tu nueva dirección».

  2. Abelardo y Eloísa

    «Los amores de Eloísa y Abelardo», por Jean Vignaud (1819).
    «Los amores de Eloísa y Abelardo», por Jean Vignaud (1819). - wikipedia

    Abelardo y Eloísa protagonizaron un intenso y desgraciado amor en el siglo XII. Enamorado locamente de la sobrina de un canónigo llamado Fulberto, Abelardo logró que éste le aceptara en su casa como maestro de la joven. «Con pretexto de la ciencia nos entregamos totalmente al amor», relató éste en una «carta de consolación a un amigo ausente sobre la experiencia de mis propias calamidades». Eloísa tuvo un hijo fruto de esta relación y ambos se casaron para aplacar la cólera de Fulberto, que se vengó después amputando a Abelardo «aquellas partes de mi cuerpo con las que había cometido el mal que lamentaba». El castrado Abelardo entró por vergüenza en un convento, donde recuperó su fama como teólogo y filósofo, y obligó a Eloísa a hacer lo mismo, pero en sus cartas seguiría latiendo su amor. Éste es un extracto de una de las cartas de Eloísa desde el convento:

    «El amor me llevó a tal locura, que me arrebató lo que más quería y sin esperanzas de recuperarlo, pues obedeciendo al instante tu mandato, cambié mi hábito junto con mi pensamiento. Quería demostrarte con ello que tú eras el único dueño de mi cuerpo y de mi voluntad. Dios sabe que nunca busqué en ti nada más que a ti mismo. Te quería simplemente a ti, no a tus cosas. No esperaba los beneficios del matrimonio, ni dote alguna. Finalmente, nunca busqué satisfacer mis caprichos y deseos, sino -como tú sabes- los tuyos. El nombre de esposa parece ser más santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga y, si no te molesta, la de concubina o meretriz. Tan convencida estaba de que cuanto más me humillara a ti, más grata sería a tus ojos y también causaría menos daño al brillo de tu gloria (...) Dios me es testigo de que, si Augusto, emperador del mundo entero, quisiera honrarme con el matrimonio y me diera la posesión de por vida de toda la tierra, sería para mí más honroso y preferiría ser llamada tu ramera, que su emperatriz».

  3. Napoleón a Josefina

    «Despedida de Napoleón a Josefina», cuadro realizado por Laslet John Pott
    «Despedida de Napoleón a Josefina», cuadro realizado por Laslet John Pott - ABC

    «No le amo, en absoluto; por el contrario, le detesto, usted es una sin importancia, desgarbada, tonta Cenicienta. Usted nunca me escribe; usted no ama a su propio marido; usted sabe qué placeres sus letras le dan, pero ¡aún así usted no le ha escrito seis líneas, informales, a las corridas! ¿Qué usted hace todo el dia, señora? ¿Cuál es el asunto tan importante que no le deja tiempo para escribir a su amante devoto? ¿Qué afecto sofoca y pone a un lado el amor, el amor tierno y constante amor que usted le prometió? ¿De qué clase maravillosa puede ser, que nuevo amante reina sobre sus días, y evita darle cualquier atención a su marido?

    ¡Josephine, tenga cuidado! Una placentera noche, las puertas se abrirán de par en par y allí estaré. De hecho, estoy muy preocupado, mi amor, por no recibir ninguna noticia de usted; escríbame rápidamente sus páginas, paginas llenas de cosas agradables que llenarán mi corazón de las sensaciones más placenteras. Espero dentro de poco tiempo estrujarla entre mis brazos y cubrirla con un millón de besos debajo del ecuador».

    En otra carta dirigida a Josefina desde Marmirolo, mientras ella estaba en Milán, Napoleón le decía:

    «He recibido tu carta, adorable amor, y mi corazón se ha llenado de gozo... Desde que te dejé, la tristeza se apoderó de mí, porque la única felicidad que yo aprecio es la de encontrarme a tu lado. Pienso sin cesar en tus lágrimas y en tus deliciosos celos. El encanto de mi maravillosa Josefina enciende vivo fuego en mi corazón y en mis sentidos. ¿Cuándo podré pasar cada minuto cerca de ti, sin tener otra cosa que hacer sino amarte, y nada en que pensar sino en el placer de decírtelo y en darte pruebas de ello?

    Yo creía, hacía algún tiempo, que te amaba mucho; pero desde entonces este amor ha aumentado mil veces más: desde que te conocí, te adoro m ás cada día. Esto prueba cuán equivocado estaba La Bruyére al decir: "El amor viene de repente". ¡Ah! Yo quisiera ver alguna falta en ti: que fueras menos bella, menos graciosa, menos tierna, menos buena. Pero lo que no quiero es que seas celosa, ni que derrames lágrimas, porque tu llanto me exacerba hasta olvidarme de mí mismo y me enciende la sangre. Créeme, es completamente imposible para mí tener un solo pensamiento que no sea tuyo, un solo capricho que no se someta a tu voluntad.

    Cuídate mucho y pónte buena del todo. Vénte conmigo, y entonces, sucesa lo que quiera, antes de morir podremos decir: "¡Fuimos felices tanto tiempo!" Millones de besos, hasta para tu perro»

  4. Beethoven a su «amada inmortal»

    Ludwig van Beethoven
    Ludwig van Beethoven - abc

    7 de julio.

    «Buenos días. Ya en el lecho me empujan los pensamientos hacia ti, mi inmortal amada; unas veces, alegres; otras, tristes; según la suerte, que ojalá nos favorezca. Sin ti solo no puedo vivir. He decidido vagar tanto tiempo lejos hasta que pueda volar a tus brazos, sentirme acogido por ti y enviar mi alma, acompañada de la tuya, al reino de los espíritus. Sí; desgraciadamente tiene que ser así, tienes que resignarte, tanto más cuanto que conoces mi fidelidad hacia ti. Ninguna otra puede poseer mi corazón, nunca, nunca. ¡Ay, Dios mío, por qué alejarse de lo que tanto se quiere!

    Mi vida sin ti, como ahora, es una vida miserable. Tu amor hace de mí, a la vez, el más feliz y el más desgraciado de los hombres. ¡Ángel mío! Acabo de saber que todos los días sale el correo, por lo que tengo que terminar, a fin de que recibas en seguida la carta. Estate tranquila, pues solo contemplando serenamente nuestra existencia podremos conseguir nuestro fin de vivir juntos. Estate tranquila. Quiéreme, hoy y ayer. Te anhelo con lágrimas. Vida mía, alma mía. Adiós, sigue queriéndome. Nunca dudes del fiel corazón de tu amado. Siempre tuyo. Siempre mía. Siempre el uno para el otro»

  5. Simón Bolívar a Manuela Sáenz

    Manuela Sáenz
    Manuela Sáenz - wikipedia

    «Mi bella y buena Manuela:

    Cada momento estoy pensando en ti y en el destino que te ha tocado. Yo veo que nada en el mundo puede unirnos bajo los auspicios de la inocencia y el honor. Lo veo bien, y gimo de tan horrible situación, por ti; porque te debes con quien no amabas; y yo porque debo separarme de quien idolatro! Sí, te idolatro más que nunca, jamás. Al arrancarme de tu amor y de tu posesión se me ha multiplicado el sentimiento de todos los encantos de tu alma y de tu corazón divino (…). Bolívar»

  6. Emilia Pardo Bazán a Benito Pérez Galdós

    Emilia Pardo Bazán
    Emilia Pardo Bazán - abc

    Desde París, tras el viaje de ambos por Francia y Alemania donde su amistad se transforma en relación amorosa, Emilia le escribe:

    «Triste, muy triste»... como diría un orador de la mayoría, me quedé al separarme de ti, amado compañero, dulce vidiña. Soy de tal condición que me adhiero y me incrusto en el alma de los que me manifiestan cariño, y el trato va apretando de tal manera los nuditos del querer, que cuando menos lo pienso me encuentro con que estoy atada y no me puedo soltar. Siendo tú quien eres, y tan amable visto de cerca, este afecto tenía que ser doble o triple de lo que sería en cualquire otro caso análogo, pero con distinta persona. Me quedé -aunque alegrándome de que hubieras cogido el tren- con un velo de sombra negrísima sobre el espíritu; me retiré a mi cuarto como quien se mente en una tumba; me eché en la cama como si me echase al turbio Sena en momentos de desesperación; y desahogué con llanto y traté de olvidar con un sueño oscuro, cargado de pesadillas.

    Al otro día me mudé y esto me distrajo un poco: un poco nada más. Ya hago mi vida de constumbre, yendo a la Exposición, viendo gente y comiendo con la Rattazzi todas las noches. Pero. ¿quién reemplazará condignamente nuestras expansiones a la mesa y en el execrable puesto; nuestras dulces y disparatadas causeries; nuestras charlas ora guasonas ora serias y literarias; nuestra ternura que era la salsa secreta de todo el companage y de toda el alma, amistad que nos veníamos mintiendo?

    Ahora es cuando la pícara imaginación representa con lindos colores toda la poesía de este viaje feliz. Ahora es cuando van idealizándose y adquiriendo tonos color de rosa, azul y oro, las excursiones de Zurich, las severas bellezas de Munich, las góticas y místicas curiosidades de Nuremberg y en especial la sublime noche de Francfort -la noche que he sentido tu corazoncito más cerca del mío y tu amor se me ha aparecido más claro, acompañando, ¡ay me!, de remordimientos y escozores, de mi conciencia, que distan mucho de haberse aplacado todavía. (...) Hemos realizado un sueño, miquiño adorado: un sueño bonito, un sueño fantástico que a los treinta años yo no creía posible. Le hemos hecho la mamola al mundo necio que prohíbe estas cosas; a Moisés, que las prohíbe también con igual éxito; a la realidad que nos encadena; a la vida que huye; a los angelitos del cielo, que se creen los únicos felices, porque están en el empíreo con caras de bobos tocando el violín... Felices, nosotros (...) Que hayas llegado al puerto, sin peligro ni molestia, mi bien, mono, compañerito; que te acuerdes mucho, mucho, de mí, y con las mismas saudades que yo de ti; que sueñes en renovar horas tan venturosas, que vayas tramando el modo de realizarlo en compañía de tu peinetita que te besa un millón de veces el pelo, los ojos, la boca y el pescuezo.»

    Y en otra carta le dice: «Lo fácil y lo agradable para mí es hacerte mil zalamerías. A eso me inclina no sólo el cariño que te tengo, sino mi condición de gallega arrulladora y mimosa. Verás cuántas tonterías hago y digo. ¿Apostemos a que vas a reírte? Pánfilo de mi corazón: rabio también por echarte encima la vista y los brazos y el cuerpote todo. Te aplastaré. Después hablaremos dulcemente de literatura y de Academia y de tonterías. ¡Pero antes te morderé el carrillito!»

  7. Zelda Fitgerald a Francis Scott Fitgerald

    Zelda y Francis Scott Fitzgerald
    Zelda y Francis Scott Fitzgerald - abc

    Pareja célebre en los felices años veinte, vivieron la juventud en el esplendor del éxito y la belleza, admirados y envidiados antes de que los excesos y el alcohol los convirtiera en un tempestuoso matrimonio y los separara en 1934. Su amor fue profundo y atormentado.

    La Biblioteca de la Universidad de Princeton conserva cerca de 500 cartas que Zelda escribió a Francis. De Scott a su esposa sólo se conservan 22 cartas y 11 telegramas. Todas ellas, junto a otras 189 nuevas de Zelda, se recopilaron en el libro «Querido Scott, querida Zelda» (Lumen).

    Apenas seis meses después de su boda, Zelda le escribió esta carta en 1920:

    «Miro hacia las vías y te veo llegar -y en toda niebla & bruma tus queridos pantalones arrugados se apresuran hacia mí. Sin ti, querido querido no podría ver ni oír ni sentir ni pensar -o vivir- te amo tanto y nunca en todas nuestras vidas permitiré que pasemos otra noche separados. Deseo tanto besarte... Y en la espalda, donde nace tu cabello adorado y en el pecho -te amo- y no puedo ni decirte cuánto. Pensar que me moriré sin que te enteres... Bobo, has de intentar sentir cuánto te quiero, lo inanimada que me quedo cuando te vas. Ni siquiera puedo odiar a esta gente maldita, nadie más que nosotros tiene derecho a vivir -y están ensuciando nuestro mundo y no puedo odiarlos porque te quiero- ven deprisa. Ven deprisa a mi lado. No podría vivir sin ti aunque me odiaras y estuvieras cubierto de llagas como un leproso, aunque huyeras con otra mujer y me mataras de hambre y me pegaras... Aun así te querría, lo sé.

    Mi amor, mi amor, querido,

    Tu esposa»

    Meses antes y aún soltero, F. Scott le había escrito a un amigo: «Nadie que tenga una personalidad tan fuerte como la de Zelda puede escapar a las críticas de los demás, y tal y como señalas, en su caso no faltan motivos. Siempre lo he sabido... Pero... me he enamorado de su valor, de su sinceridad y del orgulloso respeto que se tiene a sí misma, y creería en esas cosas incluso aunque el mundo entero se entregara a las más fantásticas suspicacias acerca de si ella es o no es como debería ser. Aunque naturalmente, la verdadera razón es que la quiero, y ese es el principio y el final de todo»

  8. Kafka a Milena Jesenká

    Franz Kafka
    Franz Kafka - abc

    Aunque las cartas a Milena no tienen fecha, se sabe que la primera está datada en abril de 1920. A Kafka se le había diagnosticado la tuberculosis, entonces mortal, tres años antes. Estaba prometido con Julie Wohryzek, pero como con Felice Bauer su compromiso se rompió. Milena estaba casada cuando inician su correspondencia. Kafka trató de prevenirla contra él en esta carta:

    «Reflexione, además Milena, en qué condiciones me acerco a usted, qué viaje de treinta y ocho años hay detrás de mí (y un viaje mucho más largo todavía, porque soy judío), y cómo, al tomar una curva aparentemente casual del camino, la veo, cuando no esperaba verla, y menos aún tan definitivamente tarde, entonces Milena, no puedo gritar, ni tampoco grita nada en mí, ni siquiera digo mil tonterías, porque no están en mí (omito las otras tonterías, de esas poseo en exceso), y quizá sólo advierto que estoy arrodillado al ver que sus pies están ante mis ojos, y al acariciarlos.

    Y no me exija sinceridad, Milena. nadie puede exigírmela más que yo, y sin embargo, muchas cosas me rehúyen, es más, quizá me rehúyan todas. Pero al alentarme en esta cacería, no me alienta nada de eso, ya no puedo dar un paso más, de pronto se vuelve mentira, y el perseguido acosa al perseguidor. Voy por un camino tan peligroso, Milena. Usted se encuentra segura junto a un árbol, joven, hermosa, sus ojos subyugan con su brillo el dolor del mundo. Estamos jugando a un juego infantil, yo me arrastro por la sombra, de un árbol a otro, estoy en pleno camino, usted me llama, me señala los peligros, quiere darme ánimos, se desespera al ver mi paso inseguro, me recuerda (¡a mí!) la seriedad del juego... no puedo, desfallezco, ya he caído. No puedo escuchar al mismo tiempo las voces terribles de mi interior y la suya, pero en cambio puedo oír la suya sola y confiar en usted, en usted como en nadie más en el mundo»

  9. Neruda a Albertina Rosa

    Manuscritos y cartas de Pablo Neruda
    Manuscritos y cartas de Pablo Neruda - afp

    «Pequeña, ayer debes haber recibido un periódico y en él un poema de la ausente (tú eres la ausente). ¿Te gustó, pequeña? ¿Te convences de que te recuerdo? En cambio, tú, en diez días, una carta. Yo, tendido en el pasto húmedo, en las tardes pienso en tu boina gris, en tus ojos que amo, en ti. Salgo a las cinco a vagar por las calles solas, por los campos vecinos. Sólo un amigo me acompaña, a veces.

    He peleado con las numerosas novias que antes tenía, así es que estoy sólo como nunca, y estaría como nunca feliz si tú estuvieras conmigo. El ocho planté en el patio de mi casa un árbol, un aromo. Además traje de las quintas, pensando en ti, un narciso blanco, magnífico. Aquí, en las noches, se desata un viento terrible. Vivo solo en los altos y a veces me levanto a cerrar la ventana, a hacer callar a los perros. A esa hora estarás dormida (como en el tren) y abro una ventana para que el viento te traiga hasta aquí, sin despertarte, como yo te traía.

    Además, elevaré mañana, en tu honor, un volantín de cuatro colores y lo dejaré irse al cielo de Lota Alto. Recibirás, querida, una de estas noches un largo mensaje a la hora en que la cruz del sur pasa por mi ventana (…) A veces, hoy, me da una angustia de que no estés conmigo. De que no puedas estar conmigo, siempre.

    Largos besos de tu Pablo

  10. Yoko Ono a John Lennon

    John Lennon y Yoko Ono, en la cama matrimonial instalada en el piso 9º del hotel Hilton, durante su manifestación "Ly-in" de siete días
    John Lennon y Yoko Ono, en la cama matrimonial instalada en el piso 9º del hotel Hilton, durante su manifestación "Ly-in" de siete días - abc

    «Te extraño, John. 27 años han pasado y todavía deseo poder regresar el tiempo hasta aquel verano de 1980. Recuerdo todo, compartiendo nuestro café matutino, caminando juntos en el parque en un hermoso día y ver tu mano tomando la mía que me aseguraba que no debía preocuparme de nada porque nuestra vida era buena. No tenía idea de que la vida estaba a punto de enseñarme la lección más dura de todas. Aprendí el intenso dolor de perder a un ser amado de repente, sin previo aviso, y sin tener el tiempo para un último abrazo y la oportunidad de decir “Te Amo” por última vez. El dolor y la conmoción de perderte tan de repente está conmigo cada momento de cada día. Cuando toqué el lado de John en nuestra cama la noche del 8 de diciembre de 1980, me di cuenta que seguía tibio. Ese momento ha quedado conmigo en los últimos 27 años y seguirá conmigo por siempre».

  11. Elizabeth Taylor a Richard Burton

    Elizabeth Taylor y Richard Burton en 1969
    Elizabeth Taylor y Richard Burton en 1969 - abc

    La suya fue una tormentosa historia de amor y excesos. Se casaron dos veces y otras tantas se divorciaron. Tuvieron otras parejas, pero nunca pudieron olvidarse. El 15 de marzo de 1974, día en que se cumplían diez años de su matrimonio, Elizabeth Taylor escribió esta pasional carta a Richard Burton:

    «Querido (todavía) marido. Me gustaría hablarte de mi amor por ti, del miedo y la delicia, del puro placer animal que siento por ti (y contigo); de los celos, del orgullo y de la ira que me despiertas a veces. Pero, sobre todo, quiero hablarte de todo el amor que te tengo y del que tú puedas darme -deseo escribir sobre ello, pero no puedo-. Sólo puedo hervir y burbujear y espero que entiendas cómo verdaderamente me siento. De todas formas, te deseo. Tu (todavía) esposa. P.D. Amor, no permitas que nunca más demos por hecha nuestra pareja. Qué te parece esto: ¡10 años!».

    Ese mismo año, Taylor y Burton se divorciaron, aunque volvieron a casarse al año siguiente para separarse de nuevo en 1976.

    El libro «El amor y la furia» (Lumen) revelaría los sentimientos que plasmó Richard Burton en su diario: «Es una amante que te vuelve loco, es tímida, ingeniosa, no se deja engañar, es una actriz brillante, bella hasta extremos que superan los sueños de la pornografía, pueder ser arrogante y obstinada, es clemente y cariñosa... tolera mis imposibilidades y borracheras, es un dolor de estómago cuando estoy lejos de ella, ¡y me quiere! Y yo la querré hasta que me muera».

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