Francisco Poyato - PRETÉRITO IMPERFECTO

Toros de cartón

Los toros en Córdoba ya no se viven, ni se evocan, ni se pintan, ni se narran, ni se escriben ni se sueñan como antes

Los toros en Córdoba han dejado de estar en lo cotidiano, como dice Pablo García Baena, para ser «refugiados» en una vitrina de neón y caliche. En una falacia contemporánea sin olores ni colores. En un rincón de la agenda política, en el desolladero de la demagogia o en el callejón de los francotiradores irracionales. Los toros en Córdoba van abandonando las barras de las tabernas, las paredes de los gastrobares, el vino dialogado de mediodía, las tardes largas y curvas de tertulia destilada, la elegancia en el tendido, las vísperas invernales de papel impreso o los renglones nobles de su historia. Las epopeyas de la tradición oral, el anecdotario local, las batallas de abuelo o los anaqueles naúfragos de manos y ojos. Algunos niños imaginan ahora torear astados invisibles en el albero enmoquetado de salón. Generosidad paternal llena de fe ésa. Van de excursión con visita guiada a los templos pasados de rituales y emociones sin que los sentidos apresten la esencia de tanta expresividad. Porque aún no hay arte más sublime para emocionarse que el de la tauromaquia. La verdad sigue imponiéndose a la supuesta mentira, como la muerte en el ruedo acaba siendo una aliada de la vida, parafraseando a Fernando Savater. El propio Valle-Inclán reivindicaba la violencia estética del encuentro fatídico entre toro y torero para un teatro que nunca alcanzó tal grado de heroicidad y hermosura clásicas en España. Ni siquiera en el patio de butacas.

Los toros en Córdoba caminan solos sin una sombra que les inquiete su bravura mustia. Apenas les sigue una minoría devota y fiel como plañideras sin lágrimas que habitan las catacumbas del estrado social. Avanzan en soledad con desplantes de desprecio y sin quites de la vergüenza. Aunque castigados por las puyas propias, más dolorosas que cualquier banderilla ajena. Porque cuando asoma en la Córdoba melancólica ese silencio afilado que bisbisea, todo el mundo se retira a las tablas dejando el crespón negro en medio de la nada. Y entonces, como dijera el Guerra, «ca uno es ca uno».

La afición se va disipando en Córdoba de no practicarse, como el amor del que rehuimos y nos deja sólo congoja y tristeza. Los toros en Córdoba ya no viven, ni se evocan, ni se pintan, ni se narran, ni se escriben ni se sueñan como antes. Ni tan siquiera se mitifican, huérfanos que andamos de héroes y proezas que seguir por el asfalto en absoluta entrega. Ni se defienden con pundonor por quienes aún tienen huella de oro en el paseíllo. Ni tan siquiera se honran con justicia ni memoria. «Si Manolete levantara la cabeza...», decía lacónico Finito el otro día en Montoro, en los estertores de un año sin pena ni gloria. Un centenario mayúsculo fuera, minúsculo en la patria chica. Una frase, la de Juan Serrano, llena de astucia y autocrítica, y repetida estos meses para los adentros de quienes podían haberla pregonado a los cuatro vientos. Media estocada baja para el Monstruo, y que salgan pronto las mulillas y los cascabeles... Y que despeje con destreza su rastro tanto arenero oportunista... Y cambiemos de tercio.

A los toros en Córdoba se les cae el desván de los recuerdos sin un nuevo lugar que morar, sin una casa para el encuentro, sin un atisbo de que la faena se venga arriba por mucho que el corazón tire de la muleta, la mano siga baja o el estoque presto. Quedarán en la nostalgia del blanco y negro, en la libertad de quienes decidamos batallarlos frente a la imposición de los nuevos modistos de la cultura intolerante. Los toros han sido un hilo conductor en los últimos siglos de historia en Córdoba. Brillaron en Góngora, como brillaron en la Generación del 27. Pero ahora toca quererlos en la ausencia como toros de cartón.

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