El obispo de Córdoba, Demetrio Fernñandez, en la Mezquita-Catedral
El obispo de Córdoba, Demetrio Fernñandez, en la Mezquita-Catedral - Valerio Merino
DISCREPANCIAS

Opinión de banquillo

Diga usted que sí. A la Fiscalía las disensiones no vaya a ser que la vieja costumbre de argumentar sea síntoma de debilidad

Córdoba Actualizado: Guardar
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Si escribo, porque así lo creo, que todos somos iguales en derechos y obligaciones, que nadie está capacitado para opinar de lo que hacemos bajo las sábanas, supongo que alguien me acusará de vaya usted a saber qué. Si sostengo, como inteligentemente ha expuesto el filósofo Santiago Navajas, que existe el derecho a ser retrógrado, imagino que me caerá una buena por tragacirios. Si me parece que el obispo de Córdoba está intentando construir un personaje con sus sentenciosas frases, a costa en muchas ocasiones de que su propia grey ponga los ojos en blanco, supongo que recibiré mi merecido. Porque en estas andamos. La nueva inquisición ha irrumpido, vociferante, hasta tal punto que es inviable, dígase lo que se diga, mantener una discusión razonada sobre cualquier tema cuando un alzacuellos anda por medio.

La vieja costumbre española de ir tras un sacerdote bien sea para seguirlo hasta el pretil del puente más próximo o con un garrote en la mano, en su persecución.

Estamos en la nueva era, de palabras gruesas y actos débiles. Los cruzados contra el homófobo prelado recogen firmas para ir a la Fiscalía pero no se van al Ministerio Público ellos mismos, cosa para lo que están perfectamente capacitados. Alberto de los Ríos, concejal, y Antonio Hurtado, diputado electo, pueden perfectamente comparecer de nueve a dos en las oficinas del Ministerio Público -o en cualquier comisaría de Policía- para denunciar directamente a quien les dé la gana.

No lo hacen, supongo, porque no son idiotas. Saben perfectamente que dejan expuesta su propia situación jurídica -la calumnia sigue siendo la imputación falsa de un delito-, motivo por el cual lo mejor es hacer ruido, escribir al Papa, salir en la tele en estos tiempos de vacío informativo de agosto. Parecer que hacen algo. Ha tenido que llegar Rafael Bueno, al que le gusta un lío más que comer con las manos, para presentarse en el fiscal. Ya les adelanto que las probabilidades de que se procese al obispo por tales causas entra dentro de la ciencia ficción jurídica.

Lo sarcástico es que el particular demuestra lo pronto que se desenfunda en esta España de hoy y en estos asuntos en concreto. Al prelado se le presupone una relevancia moral entre su grey y la misión de no zaherir a colectivos sociales, a personas, que ya han sufrido más de la cuenta por su orientación sexual. Demasiado dolor ha causado ser diferente. En España y en muchos países del mundo, como bien saben los que felicitan el cumpleaños al comandante Castro. Que esa es otra.

A la neopolítica progre, sin embargo, se le intuía más capacidad de argumentación en vez de instar una actuación penal -que la presenten otros, siempre los otros- la misma que tan mal sentó en el caso de los titiriteros de Madrid, por ejemplo. En ese caso, y en otros tantos, se aseguró que no había límites, que la palabra era sagrada. Qué tiempos aquéllos de amor fraterno, de libre expresión.

Pensaba uno que el derecho a hablar -y así lo escribí en el caso particular- se defiende en los márgenes, en las disensiones más profundas y no precisamente en las cuestiones superficiales. Y, en primer lugar, intentando convencer al otro de que está equivocado, que sus acciones o sus omisiones causan dolor a quien se siente agredido por ellas. La realidad, hoy, es la de subirse a la caja de fruta (digital, por supuesto) y gritar, aunque sea para uno mismo, eso de «que le corten la cabeza». A quien sea, pero ya.

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