EL PATERO DEL SÁBADO

Marzo, por Álvaro Rodríguez del Moral

La Semana Santa es el fin del peregrinaje interior que nos hiere a la vez que crecen la luz y la tibieza

Tulipas encendidas en una iglesia de Córdoba Valerio Merino

Álvaro Rodríguez del Moral

Bastó subir a la azotea en una tarde de lluvia amenazante para saber que todo volvía a empezar. Fue un ventarrón fresco; un retablo cárdeno de nubes altas; los vencejos remotos; el fragor sordo de la ciudad intramuros… Nos situaron en otro tiempo, seguramente en otro lugar, en el tacto de otras manos y asomados al balcón de nuestra vida... Nos volvió a enseñar esa senda, mil veces caminada, que nos conduce a lo que un día fuimos.

La Semana Santa vuelve a erigirse en esa meta idealizada que queremos demorar. Se convierte en el fin de un peregrinaje interior que, sin quererlo, nos hiere a la vez que crecen la luz y la tibieza; que nos interroga mientras aguardamos el estallido de esa primavera plena que, sin saber por qué, nos sumergirá en una íntima melancolía.

La meta de este camino está a dos pasos pero vuelve a desdibujarse en los adoquines empapados y el serrín de los canceles. Pronto se desvelará el oro de los canastos y se elevarán los palios en el secreto de los templos. Pero una cosa es lo que se vive y otra lo que se recuerda. El viaje de la memoria sigue otros caminos que se pierden en el olor del azahar mojado que evoca aquellas ilusiones chiquitas que cabían enteras en una túnica blanca y diminuta, mil y una veces probada en el espejo del cuarto grande; siempre a hurtadillas de los mayores.

No se trata de lamentar la llegada del final de lo que aún ni ha comenzado. Pero más allá de ese vértigo de lo irreversible se esconden otros miedos, otras certezas irrevocables embadurnadas de la ceniza que inauguró la Cuaresma ; cubiertas con el velo morado que empañaba las viejas cruces alzadas y los altares. Buscamos en la Semana Santa y en las esquinas de este tiempo hermoso la felicidad y la plenitud que sentimos cuando éramos súbditos de la patria antigua de la niñez. Es el regreso a la Edad de Oro : un nuevo viaje a la mítica Ítaca que emprendemos sabiendo, sin reconocerlo, que sólo alcanzaremos las puertas de aquel paraíso interior que vosotros y yo tan bien conocimos. La Semana Santa y el zaguán de la espera es territorio de la memoria, pero también de esa extraña desolación que nos arranca lágrimas mientras estalla la primavera, calienta el primer sol de marzo y otros están hablando de gozo.

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