Kevin Garnett, en su etapa como jugador de los Celtics
Kevin Garnett, en su etapa como jugador de los Celtics - AFP

Adiós a Kevin Garnett, la llama que encendió la NBA

Tras 21 años de carrera, un campeonato y un MVP, se retira un jugador que revolucionó la liga

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Era un chico de 19 años altísimo y escuálido, bailando a solas sobre una pista de baloncesto, mientras los asistentes al espectáculo recogían sus mandíbulas del suelo: nunca habían visto a alguien tan alto moverse tan rápido, con tanta fiereza, con tanto talento. Era un entrenamiento privado en 1995, una demostración en la que Kevin Garnett, el tipo que había decidido saltar directamente desde el instituto hasta la NBA, debía impresionar a los ojeadores de los equipos.

Lo hizo, pero aun así ninguno de los presentes imaginaba que aquel adolescente criado en Carolina del Sur iba a cambiar tantas cosas en la NBA. Tal vez habrían hallado más pistas si le hubieran abierto en canal, porque seguramente habrían encontrado fuego: Garnett fue el primer alumno de instituto que decidió saltarse la universidad para ser profesional en veinte años, el hombre que firmó un contrato que forzó un cierre patronal que casi acaba con la NBA, el primer jugador hecho a medida para el baloncesto del siglo XXI, el primero que acabó uniéndose a otras dos estrellas para ganar el campeonato.

Pero Garnett, más que todo eso, era fuego. Fuego por ganar. Una llama que encendía a sus equipos y a la que era imposible escapar.

El fuego también parecía imposible de extinguir, pero Kevin Garnett anunció el viernes su retirada de la NBA, con 40 años y 21 temporadas después de debutar. Lo ha dejado en Minnesota, el lugar donde empezó todo y de donde nunca deseó irse: Garnett fue elegido por los Timberwolves en el número cinco del draft del ‘95, y enseguida desafió a su edad para convertirse en la cara del equipo y en una de las estrellas de la liga.

En Minnesota vieron tan claro el diamante que tenían que en 1997, cuando Garnett todavía tenía 21 años, le firmaron un contrato escandaloso: 127 millones de dólares por seis años, unas cifras a las que el mismísimo Michael Jordan ni siquiera se había acercado. La renovación fue tan sonada que se convirtió en uno de los principales motivos para el cierre patronal de la NBA de 1998. Los propietarios se quejaban, por ejemplo, de que Garnett hubiera recibido más dinero del que el propio dueño de los Timberwolves, Glenn Taylor, había pagado por hacerse con la franquicia solo unos años antes.

Las negociaciones entre patronal y sindicato de jugadores se prolongaron por seis interminables meses, y provocaron la temporada más corta de la historia, solo 50 partidos entre febrero y junio de 1999. Del «lockout» la NBA salió con un límite para lo que podían cobrar los jugadores, pero no fue la única norma provocada indirectamente por Kevin Garnett.

Su salto a la NBA sin pasar por la universidad, a todas luces una decisión exitosa, provocó que una ola de jugadores de instituto le imitaran y buscaran desde allí su lugar en la NBA: Kobe Bryant, Tracy McGrady, Jermaine O’Neal, LeBron James… En 2001, ninguna de las cuatro primeras elecciones del draft, la ceremonia en la que los equipos eligen a los jugadores que entran a la liga, provenía de la universidad, algo insólito. Ante una avalancha sin freno que no siempre salía bien, la NBA terminó por restringir la edad de entrada a la liga en 2005, obligando a los jugadores a pasar al menos un año por la liga universitaria.

Un talento adelantado a su tiempo

La tercera gran revolución de Garnett, la más importante de todas, era sobre la cancha. Su baloncesto era infinito. Superaba ampliamente los 2,10 metros, aunque durante toda su carrera se empeñó en que su ficha marcase 2,11 de estatura, justo por debajo de lo que en Estados Unidos son 7 pies. El motivo, contaban quienes le conocían, es que él no quería ser un pívot, y es difícil quitarle la razón. Con toda su estatura, Garnett botaba, pasaba y tiraba como el mejor jugador exterior, y habría sido un desperdicio encadenarle a las cercanías del aro. «KG» fue el primer hombre alto en ser capaz de hacerlo todo bien, porque también pasará a la historia como uno de los mejores defensores que ha dado el baloncesto.

Sus inmensas cualidades siempre estuvieron abandonadas por los Timberwolves, incapaces de construir en torno a él un equipo que permitiera a Garnett competir por el título. Solo un año lo hicieron, en la 2003-04, cuando KG pudo jugar junto a Sam Cassell y Latrell Sprewell. Garnett fue elegido MVP de la temporada regular, Minnesota ganó más partidos que nadie en el Oeste y el ala-pívot, por fin, ganó una ronda de Playoffs. En la eliminatoria decisiva ante los Lakers de Shaq, Kobe, Malone y Payton, los Timberwolves sufrieron la lesión de Cassell; Garnett, siempre dispuesto a sacrificarlo todo por ganar, jugó ratos incluso de base para suplir a su compañero, pero fue insuficiente y los Lakers les eliminaron y jugaron la final de la NBA.

Al año siguiente la química del equipo se resintió y ni Sprewell ni Cassell seguían en Minnesota dos cursos más tarde. Ya pasada la treintena, Garnett estaba condenado en un equipo que no tenía opciones ni de jugar las eliminatorias por el título. Pero él era el mismo de siempre; si acaso, quizá su fuego era demasiado intenso. Sam Mitchell, excompañero de KG, cuenta que, cuando Garnett se fue a Boston, gente de su nuevo equipo le contó con preocupación que el ala-pívot intentaba hacer demasiado en los entrenamientos, como si estuviera intentando impresionar a sus nuevos compañeros. «No», les respondió Mitchell, según recoge un reportaje de «Bleacher Report». «Él es así cada día. Cada día».

Garnett era así en lo bueno y en lo malo: un líder que obligaba a sus compañeros a dar el cien por cien, un competidor incansable y un jugador altruista, pero también un carácter muy fuerte y cegado por la pasión. Nunca se llevó bien con Wally Szczerbiak, uno de sus compañeros más importantes en Minnesota; vale la pena observar la reacción de Szczerbiak al mítico mate de un Pau Gasol novato en las narices de Garnett, un indicio de que la química era al menos mejorable.

Incidentes en la cancha

En la cancha Garnett hablaba constantemente, ya fuera consigo mismo o contra sus adversarios. Tiene decenas de incidentes, casi ninguno violento, por llevar su fuego interno demasiado lejos, y se ganó una fama de abusón por cebarse a menudo con sus rivales más jóvenes. En uno de sus incidentes más desagradables, le dijo a Charlie Villanueva, que padece alopecia universal, que parecía un enfermo de cáncer. En otra ocasión, provocó que Carmelo Anthony le esperase fuera del pabellón para pedirle explicaciones poco amistosas sobre lo que le había dicho durante el partido: los rumores cuentan que Garnett le contó a Anthony a qué «sabía» su mujer.

Hay una creencia extendida en la NBA de que Tim Duncan, el líder amable, el hombre serio que nunca ha criticado a nadie, odia a Kevin Garnett, su gran rival generacional. Siempre se ha especulado con que en uno de sus primeros duelos en la NBA, Garnett le susurró a Duncan «feliz día de la madre». La madre de Tim Duncan había muerto de un cáncer de pecho unos años atrás. Ninguno de los dos ha hablado nunca de ello, pero Duncan y Garnett son las dos caras de una moneda idéntica. Dos leyendas desde la posición de ala-pívot con dos formas opuestas de comportarse: lo que en Duncan es calma, en Garnett es fiereza. Donde Duncan es el líder callado e impasible, Garnett es todo gritos y aspavientos.

Duncan y Garnett, en sus primeros años en la NBA
Duncan y Garnett, en sus primeros años en la NBA - AFP

En este caso la cara salió cinco veces y la cruz, solo una. Garnett tuvo que dejar de lado su lealtad y se fue a los Boston Celtics en 2007 para formar un trío estelar con Paul Pierce y Ray Allen, tres grandes jugadores de la NBA que no tenían ningún título. La adaptación fue maravillosa desde el primer momento: Boston ganó 66 partidos en la temporada regular, con Garnett erigido en el epicentro de la mejor defensa de la liga. Vestido de verde en la franquicia más laureada de la historia, Garnett parecía Bill Russell 50 años después: con toda la revolución que supuso para el baloncesto, mantenía todas las esencias que siempre han hecho grande al deporte de la canasta.

En Boston tocó Garnett la cima en el primer año, cuando ganaron la final a Los Angeles Lakers de Gasol. El fuego, por fin, abrasó el campeonato. Si su actuación fue decisiva para los Celtics, inolvidable fue su celebración: había en ese cuerpo tanto deseo por ganar, tantos años esperando su premio, que cuando llegó, explotó. «Anything is possible (cualquier cosa es posible)», gritó, antes de echarse a llorar ante todo Estados Unidos.

Los Celtics llegaron a otra final y pudieron jugar una más si Garnett no se hubiera perdido por lesión los Playoffs de 2009. En Boston dejó las últimas pinceladas de su plenitud. Después jugó en Brooklyn y, de nuevo, Minnesota, el lugar donde todo tenía que terminar: en su segunda etapa en los Timberwolves fue más mentor que jugador, ocupado de enseñar a los muy prometedores Andrew Wiggins y Karl-Anthony Towns, destinado este último a ser uno de los mejores jugadores de la liga desde la misma posición de Garnett.

Ricky Rubio, compañero en esta última etapa, decía que KG cambió la «cultura» del equipo en cuanto entró por el vestuario; si los jóvenes ven que un veterano con un título y un MVP llega una hora antes de tiempo a entrenar, ¿qué excusas podrían poner ellos? Garnett nunca cambió en eso. Sam Mitchell, que fue compañero suyo hace veinte años, recuerda lo que pensó cuando le vio por primera vez: «¿Cómo voy a anotar contra este tipo cada día en los entrenamientos?». Hasta este viernes, el fuego de Kevin Garnett nunca le había dado tregua.

Karl-Anthony Towns, Kevin Garnett y Ricky Rubio
Karl-Anthony Towns, Kevin Garnett y Ricky Rubio - AFP
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