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David Foster Wallace, durante el discurso que ofreció en la ceremonia de graduación de la Universidad de Kenyon, el 21 de mayo de 2005 - ABC

David Foster Wallace, en sus propias palabras

Se publica, por primera vez en España, «Esto es agua», libro que recoge el inspirador discurso que el autor dio en el Kenyon College en 2005, tres años antes de suicidarse

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El 21 de mayo de 2005, David Foster Wallace (1962-2008) pronunció un discurso en la ceremonia de graduación del prestigioso Kenyon College (Ohio). El autor de «La broma infinita» (1996) nunca había hablado en público en un acto de este tipo (tampoco le gustaba sentirse expuesto y enfocado), pero finalmente aceptó la invitación de la universidad. El tema, por supuesto, se dejó a la elección de Foster Wallace, que sorprendió a la joven audiencia con un inspirador discurso sobre la vida que empezaba a desplegarse ante sus ojos.

El público congregado aquella «seca y encantadora mañana» escuchó con atención cada palabra del escritor, hasta el punto de que, horas después, ya circulaba por internet la grabación completa y el discurso transcrito

. Se había creado un fenómeno viral, alimentado con entusiasmo por los numerosos fans de Foster Wallace.

Sólo cinco meses después de la muerte del autor, el texto fue publicado en formato libro bajo el título «Esto es agua», obra que llega por fin a España en una cuidada edición de Literatura Random House. Apenas 143 páginas (cada párrafo, nunca de más de cinco líneas, ocupa una hoja) en las que, probablemente sin pretenderlo, David Foster Wallace muestra su lado más vital y optimista, alejado de los fantasmas que le torturaron hasta su suicidio.

La auténtica libertad

Poco amigo de la pompa y a veces víctima de la circunstancia, David Foster Wallace comenzó su alocución con dos historias simples y didácticas, a modo de parábolas. La primera, protagonizada por dos peces jóvenes (de ahí el título del libro) que se cruzan con un pez mayor que nada en dirección contraria; la segunda, sobre dos tipos que discuten acerca de la existencia de Dios sentados en un bar en los páramos de Alaska. ¿Su objetivo? Que su audiencia pusiera en suspenso, al menos durante unos minutos, su escepticismo «acerca del valor de lo que es completamente obvio».

Porque, a juicio de Foster Wallace, «las realidades más obvias, ubicuas e importantes son a menudo las que más cuestan de ver»… y explicar. Aunque suene a perogrullada (que posiblemente lo sea), el autor estadounidense acertó al espolear a los jóvenes explicándoles que «en las trincheras donde tiene lugar la lucha diaria» esas perogrulladas «pueden tener una importancia vital». No buscaba enseñar a pensar a quienes aquel día se graduaban, sino más bien orientarles en su «elección de en qué pensar». Pasada la prueba de fuego del comienzo, sin nervios, relajado y consciente de que su audiencia estaba ya entregada, Foster Wallace se mostró más libre que nunca en sus razonamientos.

Del análisis de la forma en que construimos el sentido («fruto de una elección intencionada»), al problema de la arrogancia y el egocentrismo («nos viene de fábrica al nacer»), el cisma de la religión, la tarea de elegir, el aburrimiento, las frustraciones, la rutina o los errores cometidos «fruto del autoengaño». Pero también los peligros de la educación académica, que puede conducir a olvidarse de lo que pasa dentro de uno mismo al intelectualizar «las cosas en exceso», como a él la pasó. Hasta llegar a lo único que es cierto «con C mayúscula»: cada uno tiene «la oportunidad de decidir cómo va a intentar ver las cosas». Esa es la auténtica libertad.

Una lucha, casi permanente, en la que hay mucho en juego. La propia vida. Y no siempre se sale ganando. David Foster Wallace perdió la batalla contra la sinrazón de la enfermedad y, por eso, estremece leer el párrafo en el que habla de los suicidas: «No es para nada una coincidencia el que los adultos que se suicidan con armas de fuego casi siempre se peguen un tiro en la cabeza». La mayoría de ellos «están muertos mucho antes de apretar el gatillo». David Foster Wallace no apretó el gatillo (se ahorcó), pero no tuvo la oportunidad de morir «un millón de veces» antes de que por fin le metieran bajo tierra. No pudo llegar a los 50 años (se suicidó a los 46). Le resultó demasiado difícil «vivir de forma consciente y adulta día tras día». Por eso la publicación de este texto es una maravillosa ocasión para reivindicar su obra pero, sobre todo, su vida.

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