«Hombre y mujer abrazados». Dibujo de Watteau
«Hombre y mujer abrazados». Dibujo de Watteau
ARTE

Watteau se sacude prejuicios

Fráncfort dedica una amplia exposición al Watteau dibujante. Así, en la misma cita, acaba con la falsa creencia de la frivolidad del artista y la calidad menor de sus papeles

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Al llegar al Städel Museum de Fráncfort me he encontrado con la sorpresa de que, además de la exposición de Watteau que venía a ver (medio centenar de dibujos, seis pinturas y diversas obras de autores ligados estilísticamente a él, Boucher y Fragonard, por ejemplo), tiene lugar otra mucho más ambiciosa e interesante: La batalla de los sexos, de Franz von Stuck a Frida Kahlo. La he visitado y me ha encantado la selección de obras y la ecuanimidad con que presenta la confrontación entre lo masculino y lo femenino. En España, donde la beatería en cuestiones de género impone por sistema la discriminación positiva, tal equidistancia provocaría una avalancha de protestas. Aquí, en cambio, reina el buen humor.

Prueba de ello es la portada del catálogo: Sie, cuadro de Gustav Mossa que representa a una mujer desnuda sobre una pila de hombrecitos-larva en cuya cabellera han anidado dos cuervos, tres pequeñas calaveras y un verso de Juvenal alabando en latín el «hago lo que me da la gana». La pintura, denostada antaño por heteropatriarcal y falocrática, se volvió icono de lo contrario en cuanto alguien se tomó la molestia de traducirlo.

Azares y coincidencias

Como la existencia está hecha de azares y coincidencias, comparando a Watteau -uno de los primeros artistas capaces de dar expresión pictórica a los sentimientos- con sus colegas de La batalla de los sexos (Von Stuck, Liebermann, Moreau, Manet, Klimt, Rops, Duchamp, Ernst, Kahlo…), he visto confirmada la tesis que defiende el libro que estoy leyendo, Eros y amistad, de que el hedonismo rococó alimentó el romanticismo y llegó hasta el simbolismo. Su autor, David T. Gies, intenta desmontar el tópico de que entre Calderón, muerto en 1680, y Larra, activo hacia 1830, no hubo literatura en España, y aunque dudo de que lo logre (hubo literatura, pero no memorable), sus reflexiones sobre esos movimientos estéticos encuentran una inesperada confirmación en la muestra de Fráncfort. Verdad que, por influjo del puritanismo decimonónico, los simbolistas aquí representados recayeron en la idea de que el placer es indisociable del pecado (de ahí la afición a la mujer fatal: Eva, Salomé, Lilith...), pero, pese a ello, ni condenaron el goce, ni se situaron del lado de quienes consideran el disfrute de la vida incompatible con una sana moralidad.

Sombrío puritanismo

La influencia del sombrío modelo puritano tal vez sea la causa de que Watteau tenga fama de frívolo. Críticos e historiadores suelen censurar la banalidad de sus temas: la comedia del arte, los encuentros amorosos, las fiestas campestres. Es un juicio injusto, sobre todo si se piensa en la pintura de su época. Anteponer lo terrenal a lo celestial en un mundo dominado por el puritanismo no es cosa de poca monta. Sus obras, reivindicando la alegría de vivir y el placer de los sentidos, quizá hayan acabado encarnando la felicidad insustancial que después se asoció a una aristocracia decadente, pero cuando las hizo el espíritu hegemónico no era el de los salones, sino el de los predicadores, gremio que acostumbra a poner siempre lo bueno, llámese «gloria» o «utopía», justo después de alguna matanza.

Lo que no se puede discutir es el esmero con que trabajaba. La cantidad de dibujos preparatorios conservados lo demuestra. El conde de Caylus, su biógrafo, dice que acumulaba bocetos a fin de tener siempre a mano figuras para sus pinturas. Estas jamás parten de la realidad, sino de esos diseños previos. Si el lápiz era su vínculo con las cosas, el pincel era el instrumento que empleaba para llevarlas a otro plano, un mundo soñado, de vaga materialidad. Y es que el arte, como él lo concebía, ayuda a trascender este mundo y alcanzar otro que no hay, un mundo ideal, pero cuyos ideales proceden del nuestro.

Talla en los dibujos

Max Friedlander, historiador de arte judío que salvó la vida gracias a la protección que le brindó Göring a cambio de asesoramiento, creía que nada hay que puede hacernos comprender mejor la talla de un artista que sus dibujos. El dibujo, en la medida en que responde a una acción espontánea, constituye una manifestación más libre e íntima de la personalidad que la pintura. Yo no comparto su tesis. Atribuir a las acciones espontáneas más autenticidad que a los actos deliberados me parece un prejuicio. Creo, sin embargo, en el valor del dibujo. Desafortunadamente, no conservamos de los grandes maestros tantos como nos gustaría. El hecho de que la mayoría sean esbozos o trabajos de preparación explica probablemente por qué se les considera obras menores, aunque suponer que el dibujo es, por definición, algo secundario, algo así como el esqueleto respecto del cual la pintura sería la carne, constituye un error.

Los dibujos de Watteau se exhiben en la planta baja del Städel Museum; La batalla de los sexos, en la primera. Hay un nivel y dos siglos entre el pintor francés y sus colegas modernos. Mucho, sin duda. Fue, sin embargo, un precursor. Su afición a representar situaciones en las que el tiempo parece tomarse su tiempo (el músico que templa la mandolina, la pausa en el baile...) quizá ya interesa poco al apresurado hombre actual, pero el misterio de una mujer rubia, esbelta, de cuello elegante, que aparece siempre de espaldas en sus pinturas más famosas, sigue fascinándonos. ¿Quién era esa dama lánguida y pudorosa? La enfermedad pulmonar que arrastró al artista a la tumba con 37 años se llevó el secreto, pero sus dibujos me han convencido de que no fue una fantasía, sino una mujer de carne y hueso, la misma que aparece reiteradamente en ellos; desnuda, de frente, desinhibida y esplendorosa en el templo, hoy desacralizado, de la intimidad.

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