Truffaut y Hitchcock se comprendieron perfectamente durante la entrevista
Truffaut y Hitchcock se comprendieron perfectamente durante la entrevista
CINE

Toda una «master class» cinematográfica

«Hitchcock/Truffaut», en versión libro (Alianza) y película, nos presenta al autor de «Vértigo» sin la máscara de comediante. Está en su salsa hablando de cine con otro maestro

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La última edición de la celebrada encuesta que la revista « Sight & Sound» organiza cada diez años sobre las mejores películas de la historia del cine se publicaba en septiembre de 2012 y daba como vencedora a «Vértigo». Es dificil calibrar ahora lo que esto suponía: esa película de 1958 aparece por primera vez en la encuesta de 1982, dos años después de la muerte de su autor, y aún tardaría treinta años más en auparse al primer lugar. Hoy parece inaudito haber puesto en duda el genio de Alfred Hitchcock pero los primeros libros que se escribieron sobre él (el de Rohmer y Chabrol, el de Robin Wood) tenían el tono exaltado o defensivo de quien esgrime poco menos que una proposición indecente.

En parte la culpa era suya. De forma deliberada Hitchcock se había convertido en una estrella, en una silueta tan reconocible como el tipo de películas que hacía: él era el «mago del suspense», concepto o género que él mismo puso en circulación y que le sirvió para hacerse un nicho personal en el interior de una industria agresiva. Con un instinto para la publicidad comparable sólo con el de Dalí, Hitchcock se convirtió en «Hitch»: a sus celebradas apariciones en sus películas (y en los tráilers de las mismas) hay que añadir la extensa colección de fotos publicitarias y las presentaciones de su famosa serie televisiva, en donde jugaba a mezclar el humor y lo macabro, toda una marca de la casa, y a burlarse del miedo que iba a provocar en el espectador. Un brillante pero, se pensaba, mercenario fabricante de productos de mero entretenimiento. Faltaba mucho para que la alta teoría francesa trocase el apelativo de mago por el de «maestro de la enunciación» (Raymond Bellour), o el de creador y controlador del universo que se contenía en sus películas (Jean-Luc Godard); o para que un nutrido grupo de expertos coronase « Vértigo».

¿Qué importa el contenido?

Para que se produjera este cambio de perspectiva hizo falta entender que no había creado a «Hitch» solamente para asegurarse un lugar en la industria, sino en legítima defensa, por medio de una brillante maniobra de protección digna de «La carta robada», hacerse invisible por exceso de visibilidad: el mago Hitch pudo ser tan solo, por usar otro concepto lanzado por él, el « mcguffin» que se inventó para sí Alfred Hitchcock. Y ¿para qué? Para poder desarrollar, detrás de la máscara, lo que realmente le interesaba: el trabajo formal. Incontables son los fragmentos de sus películas que son una lección de puesta en escena, de cómo enfrentarse a un problema concreto y encontrar la mejor forma de resolverlo, cómo filmar un estrangulamiento, un homicidio, una escena de amor o de ducha… Si esto parece dar una imagen poco humanista de Hitchcock, vean lo que le decía a un periodista de la BBC hacia el final de su carrera, cuando podía permitírselo sin miedo a que un Selznick le despidiera: «La gente mira una película sólo en función del contenido. A mí no me interesa el contenido. Sería como si un pintor se preocupara por si las manzanas que está pintando son dulces o amargas. ¿A quién le importa eso? El estilo, la forma de pintar… de ahí es de donde proviene la emoción».

Una cosa es leer que James Stewart quiere poseer a una muerta y otra oírlo de boca del director

Esta radical confesión formalista la hacía a la altura del rodaje de « Frenesí», su penúltimo film, pero se contenía ya en potencia en la conversación que había mantenido justo diez años antes con un joven admirador pero ya curtido cineasta, el francés François Truffaut. De esas 25 horas largas de entrevistas realizadas en 1962 (en gran parte disponibles en la red, si bien tan solo en formato audio) nace un libro que se publica en 1966: no es la primera vez que alguien se toma a Hitch en serio, pero sí la primera que Hitchcock se quita la máscara de humorista macabro y habla en serio sobre su obra ante alguien que parece conocerla casi tan bien como él. El resultado es fulgurante: si la mayoría de los libros de entrevistas se nutren de anécdotas, y en muchos de ellos las películas parecen ser sólo un efecto colateral, este libro es una «master class» que revela las líneas maestras, no solo de una visión de artista sino del trabajo concreto (es decir, formal) de un cineasta.

Y quizá por eso se convierte en ese raro milagro, un libro accesible que contiene toda una teoría (aplicada) sobre un oficio, sobre el cine. Este libro es, qué duda cabe, el germen de esa nueva y definitiva apreciación del vértigo creativo de Hitchcock. Ahora se cumplen 50 años de aquella primera edición y Alianza, que también cumple medio siglo, saca una nueva edición que sigue, ay, mutilando el celebrado diseño gráfico del original: numerosas fotos motivadas (es decir, a las que alude el texto) e incluso montajes de series de fotogramas que evocan la secuencia fílmica (todo ello, no se olvide, diseñado por un cineasta, Truffaut), se sustituyen por un cuadernillo central de fotos de nulo valor conceptual.

Hitchcock se convirtió en un «mcguffin» viviente para poder desarrollar en paz su trabajo tras la cámara

Con el aniversario llega también la película, « Hitchcock/Truffaut», que nace condenada a no poder emular el impacto de la versión impresa (es inevitable decir, «era mejor el libro»…), porque ya todos saben del genio de Hitch. Pero quizá esto no sea cierto del todo. La intención declarada de Kent Jones (editor de la magnífica revista « Film Comment» y realizador de otros documentales sobre Elia Kazan y Val Lewton) es la misma que animara a Truffaut: renovar la reputación de Hitchcock en esta era posmoderna de olvido de la tradición.

Quizá por eso, y a pesar del «pedigree» crítico de Jones, la película parece partir de cero. No contiene revelaciones para el cinéfilo hitchcockiano –valga la redundancia–, no habla del mcguffin o de la transferencia de culpa, y no insiste demasiado –o lo hace menos que el libro– en el concepto esencial del trabajo del cineasta. A cambio, visualiza bien otra noción esencial, la de que Hitchcock muchas veces se despreocupaba del realismo o la verosimilitud porque lo que le interesaba era llegar a poner en escena sus escenas-madre, sus obsesiones y sus fobias, sus fetichismos sexuales. Una cosa es leer que el James Stewart de «Vértigo» quiere poseer a una muerta y otra oírlo en boca de Hitchcock y ver la impresionante imagen de Kim Novak saliendo del baño envuelta en una luz de otro mundo. Un elemento habitual en documentales sobre grandes artistas que suele resultar irritante –el desfile de figuras que repiten las loas al difunto– aquí no acaba de serlo del todo: cierto que Scorsese, que se apunta a todo, no acaba de decir nada interesante, pero otros de la decena estelar convocada sí lo hacen, de David Fincher a Oliver Assayas pasando por Wes Anderson. Y juntos (aunque falta el único que supo ser hitchcockiano, Brian de Palma) acaban sugiriendo una idea de filiación de un genio conocido anteriormente como mago del suspense.

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