Juan Manuel de Prada - Raros como yo

Un rostro oculto

Enrique Álvarez es un autor injustamente ninguneado, pese a estar en la estela de Flannery O’Connor

Juan Manuel de Prada
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Si tuviéramos que elegir, entre todos los escritores que hemos conocido, a uno que encarne a la víctima de la burricie fatua y el esnobismo gafapasta que se enseñorea de nuestras editoriales, elegiríamos a Enrique Álvarez (n. 1954), un leonés asentado en Santander, superdotado buceador de psicologías abrumadas o culpables, zahorí del alma que en sus novelas y cuentos logra penetrar en los yacimientos más dormidos de nuestra vida interior y rescatar vetas a veces sublimes, a veces monstruosas.

¿Y cómo se explica que un escritor tan dotado siga siendo un rostro oculto, entre la multitud de mascarones y fantoches triunfantes? La razón es bien sencilla. Enrique Álvarez toca cuestiones religiosas, que como todo el mundo sabe son tabú para la literatura posmoderna; y ni siquiera lo hace al modo merengoso que pudiera ganarle el aplauso de un menguado público pío, sino que se atreve a abordar los más sutiles y escabrosos problemas morales, se atreve a asomarse a los abismos más temibles, se atreve a medirse con el problema del mal, consciente –como Flannery O’Connor– de que la misión de la literatura consiste en dar cuenta de «la batalla de la gracia en un territorio propiedad en gran parte del demonio».

El problema del mal

Enrique Álvarez cree que la literatura que no se enfrenta al problema del mal es un cuento de hadas para niños bobos; y en sus cuentos y novelas el mal está siempre actuando sobre la frágil y numantina naturaleza humana, sosteniendo con ella batallas tan sibilinas como descarnadas. Enrique Álvarez está dotado de una penetración psicológica fuera de lo común; y es capaz de captar los dolores anímicos más secretos, capaz de designar las lepras y gangrenas de nuestra época, capaz de iluminar del modo más delicado las gusaneras morales más fétidas y pavorosas. Enrique Álvarez, en fin, es un escritor al que podríamos emparentar con la corriente del catolicismo pesimista del siglo XX, desde Léon Bloy a Julien Green, desde Huysmans a la citada O’Connor, poco propensa a exaltar la capacidad humana para el progreso moral y aún menos a reconocer un sentido ascendente a la historia.

Como, además, Enrique Álvarez gasta una prosa sin demasiadas alharacas, tersa y nítida, poco «literaria» en el sentido sórdido de la palabra, pero enormemente eficaz y sugestiva, el desdén editorial lo ha perseguido desde sus inicios; pese a lo cual, ha conseguido publicar un puñado de obras memorables. Así, por ejemplo, « El rostro oculto» (1994), una novela coral ambientada en León, en el gozne del tardofranquismo, que constituye un demoledor retrato de cierta burguesía provinciana y a la vez un finísimo estudio psicológico de un joven que envuelve una homosexualidad latente con confusas inquietudes religiosas. Así, también, «Hipótesis sobre Verónica» (1995), con la que Enrique Álvarez obtuvo el premio de novela corta Ciudad de Barbastro, donde nos propone una muy elegante y ambigua intriga en torno al caso de una mujer endemoniada. Y, sobre todo, la que quizá sea la más cuajada de sus novelas publicadas hasta la fecha, « La risa de la Virgen» (2010), en la que se recrea el clima de alboroto y sobrecogimiento que las apariciones de Garabandal provocaron en la sociedad santanderina, allá por los años sesenta; y los efectos que el rechazo de tales apariciones tendría entre la burguesía local, enfangada en sus adulterios, y entre una clerigalla entregada a filosofismos teilhardianos de baja estofa, mientras el seminario se vacía y el veneno del fariseísmo se infiltra, cual humito de Satanás, en sus estructuras jerárquicas. «La risa de la Virgen», que por momentos nos recuerda «La Regenta» de Clarín por su delicada creación de tipos femeninos y clericales, es también una crónica demoledora del vaticanosegundismo y sus delicuescencias.

Logra captar los dolores anímicos más secretos, designar las lepras de nuestro tiempo

Junto a sus esmeradas y poco complacientes novelas, Enrique Álvarez ha ido entregando periódicamente a las imprentas sucesivas colecciones de cuentos, género que domina con virtuosismo. Las más recientes son « El trino del diablo» (2006), donde las atmósferas más inquietantes se entretejen con tramas llenas de misterio y malignidad; y « Soñar en serio» (2014), donde hallamos, entre un puñado de cuentos pasmosos, sostenidos sobre elipsis magistrales y pasmosas espeleologías del alma, un cuento que se nos antoja perfecto, «La ley», en donde asistimos a las tribulaciones de un hombre santo, tan bondadoso como anodino, que un día decide insensatamente saborear las mieles (o hieles) del pecado, por igualarse al resto de los mortales.

El mal, como una filtración de agua venenosa, está presente en todas las ficciones de Enrique Álvarez, librando sigilosa y constante batalla con sus personajes, que a veces reciben la luz matinal del cielo y otras veces han de conformarse con crepúsculos anubarrados. Y el caso es que el hombre que ha escrito esas ficciones es bondadoso y abnegado, como si el escudo de la gracia lo protegiese del hormiguero de tentaciones en el que se debaten sus personajes. De algún beneficio espiritual tenía que disfrutar en vida un escritor tan zaherido por la burricie fatua y el esnobismo gafapasta que se enseñorea de nuestras editoriales, condenado a seguir siendo un rostro oculto entre la multitud de mascarones y fantoches triunfantes. ¿Hasta cuándo?

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