EPISODIOS PERDIDOS

El peso de la corona

Los Globos de Oro acaban de distinguir como mejor serie del año «The Crown», lujosa producción británica de evidentes virtudes, aunque lo esencial es menos obvio. Peter Morgan, su creador, cierra una trilogía «multimedia» sobre Isabel II

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Alfred Hitchcock es el mejor director británico de la historia. Hay quien piensa incluso que a la frase le sobra la palabra británico. Era conocido por su magisterio a la hora de urdir intrigas, por su afición a torturar a actrices rubias y por su silueta, casi tan popular como la del ratón Mickey. Pero tenía una cualidad aún más importante, señalada por Truffaut: jamás desperdiciaba un plano. Rodaba lo esencial, por austeridad, para que fuera imposible reescribir sus historias en la sala de montaje y, sobre todo, porque tenía la película en el cerebro mucho antes de que nadie la viera proyectada. El director de Psicosis no regalaba unos segundos superfluos ni a sus fantásticas protagonistas. En sus películas no hay ornamento.

Si en la pantalla aparece una bolsa mecida por el viento, el espectador puede estar seguro de que tendrá importancia en la trama. El bellísimo plano de American beauty -más de uno se acordará- no habría podido salir de la cabeza de Hitchcock.

Su compatriota Peter Morgan comparte esa economía extrema. Puede que en las islas, regadas de sangre, sudor y lágrimas, germine mejor esta vocación por el ahorro. Incluso en la serie más cara de la historia -ahí ahí con Juego de tronos-, el escritor y dramaturgo londinense no se permite estampas para la galería. Morgan es un tipo que, con más de cuarenta personas solo para vestuario, no se concede un respiro para enseñarlo. Ni siquiera la coronación es una excusa para exhibir el músculo de The Crown, que acaba de ser elegida en los Globos de Oro como mejor serie del año.

Si todo el dinero que cabe en pantalla no es aprovechado para lucir palmito, ¿por qué es tan buena The Crown?, ¿de dónde saca esa capacidad para atrapar a los públicos más dispares? Porque Morgan, como Hitchcock, siempre apunta con su arma al conflicto más interesante, al drama íntimo de cada personaje. Hijo de un judío alemán que huyó de los nazis y de una católica polaca que escapó de los soviéticos, desde muy pequeño supo distinguir lo importante de lo accesorio. Es un rico extraño, que ni derrocha ni es avaro.

Peter Morgan, como Hitchcock, exprime cada plano para contar siempre algo interesante

The Crown completa la trilogía que empezaron la película The Queen y la obra teatral The audience, también protagonizada por Helen Mirren. Podría haber salido un panfleto antimonárquico o un infumable lavado de cara. En su lugar, logra un retrato medido, despiadado cuando es preciso, elogioso si sus personajes lo merecen. La documentación cede paso a la fabulación en las dosis justas, con responsabilidad, en la intimidad de unos seres que, como explica el director y productor Stephen Daldry, «son mitad humanos y mitad semidioses».

En uno de los capítulos más memorables de la serie, dentro de un conjunto difícilmente olvidable, a Churchill le regalan un retrato. Un artista va a su casa a pintarlo, lo que aprovecha Morgan para reflexionar en voz alta sobre la vanidad y la ceguera del poder, incapaz de mirarse al espejo con objetividad. Se anticipa así, además, a la que podría haber sido la reacción de la Casa Real británica al ver su serie. Viejo zorro. La partida de ajedrez entre el primer ministro y la joven Reina, que por su ritmo parece jugada por correspondencia, no es menos significativa. Como regalo para un monarca, The Crown es, desde luego, más sutil y esclarecedora que Juego de tronos.

Retratos ejemplares

Suele elogiarse a los autores que no juzgan a sus personajes. Peter Morgan no rehúye el proceso, aunque deja la condena o absolución en manos del público. Es ejemplar su retrato del Duque de Windsor, un hombre capaz de abdicar por amor (brutal Alex Jennings en el papel), en un desgaste sentimental tan exhaustivo que luego se queda seco. Matt Smith vive atrapado en la figura del Duque de Edimburgo, rey consorte de vocación juerguista, incapaz de conformarse con ser el muñequito de la tarta. La propia Reina (Claire Foy) se desgaja en sus contradicciones, como monarca, hija y hermana y representante de Dios. Nunca el peso de la corona se ha podido sentir así en la pantalla. Es incluso cruel que tenga la clarividencia de descubrir lo desatinada que fue su privilegiada educación.

No olvidemos a la rebelde princesa Margarita (la carnal Vanessa Kirby), precuela de Lady Di que se gana a su pueblo y al de Netflix con una relación clandestina. Y John Lithgow, por supuesto, un Winston Churchill de origen americano, tan alto que tuvieron que falsear las medidas de la puerta del 10 de Downing Street, hasta ese nivel están cuidados los detalles. Quizá el único intocable sea el rey Jorge VI (Jared Harris), sobre el que ni siquiera se explota su tartamudez. Podríamos seguir toda la semana, porque el reparto es brillante hasta en los figurantes, en una serie en la que trabaja más gente que en la construcción de las pirámides.

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