El escritor británico de origen japonés Kazuo Ishiguro
El escritor británico de origen japonés Kazuo Ishiguro
LIBROS

Kazuo Ishiguro y Graham Swift, deshacer memorias

Dos recientes y muy distintas novelas firmadas por miembros del llamado «Dream Team» de la literatura británica, Kazuo Ishiguro y Graham Swift, exploran las idas y vueltas del ayer

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«La obra es memoria», dictaminó alguna vez Tennessee Williams. Y la vida también. Y resulta inevitable el comprender que en el mismo acto de narrar algo -tanto lo inmemorial como lo inmediato- entran en juego dos fuerzas opuestas pero complementarias: lo que se decide recordar y lo que se prefiere olvidar. Hacer o deshacer memoria, esa es la cuestión.

Dos recientes y muy distintas novelas, en lo que hace a sus tramas (pero inevitablemente parecidas en lo que hace a la mecánica que las pone en movimiento), se apoyan y son empujadas por este tira y afloja entre lo que pasó y lo que pudo haber pasado. Y -acaso lo más importante y revelador de todo- entre lo que debió haber sucedido de parecerse la realidad un poco más y mejor a las ficciones que nos inventamos para poder asumirla y soportarla.

Y las dos están firmadas por dos de los miembros más difíciles de catalogar del llamado «Dream Team» de la literatura británica. Porque a diferencia de Martin Amis, Julian Barnes, Ian McEwan y Salman Rushdie (quienes siempre parecen respetar y repetir ciertas constantes en lo suyo, más allá de la alteración de fondos y formas), lo de Kazuo Ishiguro y Graham Swift, de un tiempo y desde unos libros a esta parte, parece ir por libre y gozar del «que a-que-no-saben-con-lo-que-vengo-esta-vez». Y aún así, ambos -ganadores del premio Booker- parecen sutil y fraternalmente conectados por cuestiones similares: las idas y vueltas del ayer, el atravesar las membranas que tanto separan como unen a las clases sociales, y las transformaciones de esa tierra siempre mutante conocida como Inglaterra.

En «El Domingo de las Madres» la prosa de Swift evoca, por momentos, a la de Joyce en «Dublineses»

Y Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954) vuelve sorprender como siempre sorprende y como ya lo hizo con sus dos primeros títulos más «japoneses» («Pálida luz en las colinas» y «Un artista del mundo flotante»), la Gran Novela con Mayordomo Anti-Wodehouse («Los restos del día»), esa tan lograda como extrema aproximación a la Ópera Magna Centroeuropea Freak (la cumbre subterránea que es «Los inconsolables»), el «thriller» «sherlockholmesiano-davidlynchiano» (la formidable «Cuando fuimos huérfanos»), la distopía clónica de cámara («Nunca me abandones») y el quinteto de cuentos musicales («Nocturnos»).

Un golpe audaz

Ahora, con «El gigante enterrado», Ishiguro ha dado su golpe de timón más audaz: la leyenda post-arturiana y tolkienística con ogros y castillos y monjes y barqueros que te cruzan a la isla de los muertos y, sí, un espeso manto de niebla exhalada por un dragón de nombre Querig que ha borrado buena parte de las reminiscencias de los habitantes de un aldea inolvidable. Allí, los ancianos Axl y Beatrice deciden partir en busca de un hijo cuyo rostro y destino se les vuelve cada vez más difuso. Y lo que sigue -como en sus libros anteriores nada parece interesar más a Ishiguro que desmitificar a la vez que propone una nueva mitología- puede leerse como a un J. R. R. Tolkien hastiado de las imposiciones del género «fantasy» que ayudó a erigir y súbitamente interesado por los tics del western inspirado por lo samurai o como si Samuel Beckett hubiese sido contratado como guionista para «Juego de tronos». Y hay un crepuscular y decrépito Sir Gawain, pero se parece más a ese Don Quijote que Terry «Monty Phyton» Gilliam nunca acaba de filmar. Y digámoslo: «El gigante enterrado» -como lo fueron «Los inconsolables» o «Cuando fuimos huérfanos», Ishiguro es uno de esos talentos únicos que, por singulares, siempre imponen sus innegociables condiciones- es, según el humor y la predisposición del lector, una de esas experiencias inolvidables o que se prefiere olvidar de inmediato. Más allá de esto, se impone la idea de la amnesia comunal como alegoría y -funcionando como gesto original a repetirse tantas veces- el transparente misterio de cómo toda una nación decide olvidar el pasado para poder abrazar el futuro. Y -nada es tan sencillo- como cuando toca saber lo que pasó y por qué, ya puede ser demasiado tarde.

Breve pero inmensa

Graham Swift (Londres, 1949) ya no es el joven prodigio capaz de proezas como «Fuera de este mundo» o de la reinvención de Thomas Hardy en «El país del agua» y la súbita transmutación de William Faulkner en un pub en «Últimos tragos». Aún así, alejado de una posición central (algo parecido a la actual estrategia lateral de Hanif Kureishi) Swift ha venido puliendo su arte en las humildemente soberbias «La luz del día» o la devastadora «Wish You Were Here». Con la breve y concisa pero inmensa y elíptica y tensa «El Domingo de las Madres», Swift da un paso de coloso a la vez que (tal vez sea idea mía) parece indicarle al tanto más popularmente exitoso que el McEwan de «Expiación» y «Chesil Beach» (Swift falló en su registro con «Mañana») cómo lo que se hizo muy bien puede hacerse aún mejor.

Es el 30 de marzo de 1924 y la sirvienta Jane Fairchild -desnuda sobre cama de clase más alta que la de ella y de su amante clandestino próximo a casarse, vecino de los Niven, donde la joven trabaja- comprende de inmediato que jamás olvidará ese día en el que todo cambiará para siempre. Y a Jane -como a muchas chicas de su origen y sensibilidad- le quedarán dos opciones: intentar que todo lo sucedido se confunda en la neblina de los años transcurridos o -teniendo en cuenta que Jane amará y será influenciada por el recién fallecido Joseph Conrad- convertirse en escritora de éxito. Optará, por suerte para nosotros, por lo segundo. Y mucho se ha escrito -y es justo que así haya sido- acerca del tan ardiente como elegante erotismo (haciendo foco más en la languidez de la pequeña muerte post-orgásmica que en el acto en sí) campeando y desperezándose a sus anchas en «El Domingo de las Madres». Pero lo que se impone por encima de lo horizontal es la verticalidad ascendente de la prosa de Swift que, por momentos, evoca a la de James Joyce en «Dublineses», sumándole la introspección exhibicionista de Virgina Woolf en «Mrs. Dalloway», y casi alcanzando al hiper-sensorial vértigo modernista jamás superado de Henry Green.

Décadas después, Jane, se aburre respondiendo a las preguntas de siempre de fans y periodistas que la adoran pero que no la comprenden; porque jamás les confesará que la memoria es la obra. El resto es niebla y dragones y el sonido de esa campanada de monasterio tenebroso o el de la campanita de tu señor llamándote para que le sirvas el té, da igual. La clave está en cómo decidirás acordarte de olvidarlo y nunca olvidarte de recordarlo para que después, enseguida, inolvidable, viva y reviva la obra.

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