Viñetas de «El árabe del futuro», de Riad Sattouf
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Karl Kraus, una «Antorcha» en la oscuridad

A través de su revista, «La Antorcha», que fundó en 1899, Kraus desenmascaró la cultura vienesa y la inautenticidad del mundo de la prensa. Pero no sólo. La destrucción del sentido y del lenguaje dio paso a la descomposición espiritual que llevó a Hitler

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Como nos contó Stefan Zweig, el Imperio Austro-húngaro, y en especial la Viena fin de siglo, se sentían como un trozo de eternidad caído a la Tierra en un reino que no iba a tener fin. Gran engaño. Porque, como demostraron los más trágicos acontecimientos, aquel gran teatro del mundo que era Viena -y Europa- vivía en tal estado de descomposición que sólo podía ocurrir lo que ocurrió, una de las crisis y explosiones más terribles de la historia humana. Tres grandes notarios tiene esa decadencia del Imperio Kakania: la narración melancólica de Joseph Roth, la monumental-epistemológica de Robert Musil, y la analítica de Hermann Broch.

Pero el Edward Gibbon de todo ese hundimiento imperial fue un chico de 25 años que fundó y puso en marcha en abril de 1899, cuando Europa era ya una caldera en explosión, una revista cultural de color rojo hiriente que escribiría casi él solo durante las noches de 38 años, que tendría un éxito total desde el primer número, se convertiría en gran tribunal intelectual de Austria y de Alemania, y atravesaría guerras mundiales, las respectivas crisis anteriores y posteriores, y todas las convulsiones de una época convulsa, incluido Hitler.

Como todo el mundo sabe, la revista recibió el nombre de « La Antorcha» y su creador, redactor y propietario se llamó Karl Kraus. Por decirlo con la analogía de Hannah Arendt, un hombre en tiempos de oscuridad. Por decirlo con sus propias palabras: «Soy sólo uno de los epígonos que viven en el viejo hogar del lenguaje…».

El umbral de una nueva época

El tópico afirma que estamos ante el gran satírico de la época. «Satírico de satíricos», lo llamó Walter Sedlmayer. Se le ha considerado, con razón, el mayor satírico alemán desde Lichtenberg. Pero, como ocurre con Lichtenberg, fue mucho más que un satírico. Lo formuló así Adolf Loos: «Él está en el umbral de una nueva época y le indica a una humanidad, que se ha alejado, y mucho, de Dios y de la Naturaleza, su camino».

Estamos ante el genial sismógrafo de su tiempo, ante un gran virtuoso del idioma, ante un terrible polemista, ante un domador de las palabras a las que maneja como a tigres, ante un importante poeta y excelente crítico teatral, ante un conferenciante único, ante un autor de una cantidad, calidad, intensidad y versatilidad de producción como no se ha visto, casi, otro (se estima que escribió 25.000 de las 30.000 páginas de «La Antorcha»). Estamos, en dos palabras, ante una especie de Nietzsche de la literatura.

Karl Kraus fue un terrible polemista, un domador de las palabras, a las que maneja como a tigres

A esa literatura y también a la filosofía les gusta mucho jugar con la metáfora de la luz, aunque esa luz oculte con frecuencia demasiadas oscuridades. Antorcha quiere decir luz. Y, en este caso, luz quiere decir desenmascaramiento de una sociedad -la vienesa- convertida en pura pose. Como señaló Broch, un mero decorado, una pura ornamentación cuya expresión artística es el vals, esa ligereza despreocupada y hueca.

Para Kraus «La Antorcha» está para mostrar, con agudos e incomparables sarcasmos, la relación causal existente entre la corrupción del lenguaje y la descomposición espiritual del mundo o la aparición de la gran barbarie. «La Antorcha» anunciaba y denunciaba que el grandioso mundo cultural vienés (esa falacia a la que alguno ha llamado pomposamente la Viena de Wittgenstein) estaba en manos de unos nuevos bárbaros: los hipócritas periodistas acomodaticios y los grandes popes de la literatura oficial (la «demolierte Literatur»).

Magia negra

Esas vacas sagradas y grandes divos de los cafés y las tertulias eran, con toda su inmensa falsedad intelectual, los verdaderos corruptores del lenguaje y del espíritu, y por eso, los mejores precursores de la barbarie. «Esos decoradores del hundimiento, esos recomendadores de los campos de cadáveres, esos miserables ‘lameculos’ que preparan editoriales y textos de décima mano», que ya eran falsos en la primera, son los causantes y culpables del hundimiento del mundo. La «magia negra». De esa convicción sale, por ejemplo, esa pieza sarcástica genial titulada «Saludo de Bahr a Hoffmannsthal». Como escribió Kraus en una carta a Arthur Schnitzler: «Odio y he odiado esta falsa y mentirosa ‘decadencia’, que coquetea constantemente consigo misma, la combato y la combatiré siempre: esa amanerada, enferma y onanista poesía».

«La Antorcha» pretendía, como él mismo formuló, «desecar la enorme ciénaga de frases tópicas y huecas» de la época. Esas palabras saturadas de mentira de los periódicos y de los escritores. El periodismo nuevo y distinto de «La Antorcha» no quería «presentar sonoramente lo que acontecía», sino «presentar lo que venimos a matar». «Hablar y pensar son una misma cosa, y esos míseros periodistas hablan con tanta corrupción como piensan; y escriben -según han aprendido- como hablan».

Soñó crédulamente este Nörgler, este cascarrabias crítico, que era posible «resucitar» la palabra, que para él tenía una sacralidad talmúdica. El final de ese trayecto, que lo vivió al menos dos veces, fue dos veces el mismo: el silencio, la impotencia y la culpa.

Un paso al frente

En el mismo comienzo de la Gran Guerra escribió, en uno de sus textos más memorables («En esta gran época»), esto: «No esperen de mí ni una palabra… Quien respalda ciertos hechos, viola palabra y hecho, y es despreciable dos veces… Los que ahora no tienen nada que decir, porque el hecho tiene la palabra, son los que siguen hablando. El que tenga algo que decir que dé un paso al frente y calle». Y en el despegue de la Gran Barbarie, en 1933, cuando ya Hitler era una realidad, tuvo que volver al silencio y escribir -y no publicar para evitar males mayores- esa célebre frase inicial de «La tercera noche de Walpurgis»: «Sobre Hitler no se me ocurre nada». Al final la palabra «demolida»: esa palabra que tenía que convertirse en prisión y guillotina de Hitler muerta por impotencia ante el monstruo. Lo escribió Kraus en aquellos diez versos rabiosos de 1933: «No se me pregunte qué he hecho todo este tiempo / Estoy mudo / y no digo por qué. / Y hay silencio porque la Tierra ha crujido / ni una palabra certera /…./ La palabra se durmió cuando despertó ese mundo». Fin de la esperanza.

A este «sumo sacerdote de la verdad» (Georg Trakl) le dedicó Walter Benjamin un luminoso ensayo, como lo haría poco después con otro testigo de la época, Franz Kafka. Señala Benjamin en ese ensayo que la enfermedad, crónica, que desenmascara, denuncia y combate «La Antorcha» es la «inautenticidad» del mundo de la prensa. Que tiene una causa de fondo: la traición al pensamiento por la impresión. Para Benjamin, Kraus no es un satírico, y menos un satírico vienes.

Como una pinza

La sátira de Kraus es teológica, no mundana: el patrón con el que lo mide todo son las criaturas y la creación. La sátira de Kraus no es humor, ni banal entretenimiento, es detección permanente de la palabrería, palabrería que supone el triunfo de la imbecilidad sobre el férreo rigor del lenguaje. Kraus es el réquiem de toda ligereza. El aguijón de sus sarcasmos es como una pinza que extrae larvas enfermas y enquistadas, las larvas de la corrupción, de la verborrea, de la infamia, de la puerilidad, de la codicia, de la traición. Las citas de «La Antorcha» son extracción de larvas por análisis del texto. Ese es el verdadero sentido del satírico: desmontar las palabras para llevarlas de nuevo a su origen, a su autenticidad. Cuanto más se mira una palabra, más nos mira ella a nosotros. Por eso Kraus, dice Benjamin, encarna el secreto de la autoridad: que consiste en no defraudar nunca. Y precisamente eso es el lenguaje: autoridad auténtica. La autoridad sólo tiene un final: si defrauda, muere. Frente a las siempre nuevas sensaciones de la prensa, lo que hace Kraus es crear un «nuevo periódico eterno»: que trae siempre las eternas nuevas acusaciones.

Por terminar, repetir lo que anunció Sören Kierkegaard: «Un individuo no puede ayudar ni salvar a una época: sólo puede decir que está perdida». Eso hizo «La Antorcha»: anunciar la perdición por trivialidad e hipocresía de «aquella gran época», que acabaría en Hitler, en la destrucción del sentido y de la esencia del lenguaje. Y del mundo. Lo escribió Bertolt Brecht: «Cuando la época puso su mano sobre sí misma, él [Kraus] fue esa mano».

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