Ricardo Menéndez Salmón - Quinta esquina

El guía en el desfiladero

Michel Foucault iluminó muchos de los caminos que unen la locura y la literatura. Rutas por las que han transitado muchos grandes escritores, aquellos que se han atrevido a crear libros que aspiran a extinguirse en el fuego de su propia lucidez

Ricardo Menéndez Salmón
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De la vasta investigación de Michel Foucault acerca de la locura, me interesan dos ideas. La primera es la constatación, recogida por Jean Hyppolite, el gran experto en el pensamiento hegeliano, de que «el estudio de la locura –la alienación en el sentido profundo del término– se sitúa en el centro de una antropología, de un estudio del hombre. El asilo es el refugio de aquellos que ya no podemos hacer vivir en nuestro entorno interhumano. Así pues, es un medio para comprender indirectamente ese entorno y los problemas que incesantemente le plantea al hombre normal».

La segunda se debe a Georges Canguilhem, en su informe previo a la publicación de la tesis doctoral de Foucault, la celebérrima « Historia de la locura en la época clásica».

Escribe Canguilhem: «Toda la historia de los inicios de la psiquiatría moderna se presenta falseada por una ilusión de retroactividad según la cual la locura ya estaba incluida –aunque no percibida– en la naturaleza humana. La verdad, según Foucault, es que la locura tuvo primero que ser constituida como una forma de la insensatez, mantenida a distancia por la razón, condición necesaria para que finalmente pudiera ser contemplada como objeto de estudio».

Literatura restauradora

En páginas de una hondura intelectual y de una belleza estilística conmovedoras, Foucault nos ha enseñado que «en la Edad Media y hasta el Renacimiento, el debate del hombre con la demencia era un debate dramático que le enfrentaba a los sordos poderes del mundo. La experiencia de la locura se obnubiló entonces en imágenes que trataban de la Caída y de la Redención, de la Bestia, de la Metamorfosis, y de todos los secretos maravillosos del Saber. En nuestra época, la experiencia de la locura se hace en la calma de un saber que, de conocerla demasiado, la olvida».

La literatura es el seísmo que desmonta esta inmovilidad trágica y restituye a sus actores a la experiencia de la vida, por terrible que dicha experiencia pueda resultar. El elenco de escritores que penetra esta brecha hasta hacerla habitable transita por la senda del vértigo: Blake, Hölderlin, Poe, Lautréamont, Jarry, Baudelaire, Nietzsche, Artaud. En la espesura de un mundo que se reclamaba diáfano, ellos apenas han encontrado otra cosa que el pudor de una realidad insoportable por retórica. Acostumbrados a concebir al autor como la figura ideológica mediante la que se asume la proliferación de sentido, la circulación reglada y sometida a pautas de ciertos fenómenos culturales, la estrategia de la locura creadora es la contraria. La locura hace estallar desde dentro el continente que la acoge. Las costuras del viejo traje que ceñía el cuerpo de la literatura saltan en pedazos. Una vez más, el rey queda al desnudo.

Al escritor que deja la caverna del discurso adocenado no le asiste la voluntad del regreso

El mito platónico de la caverna recogido en «República» se cierra con una inquietante pregunta que Sócrates, en el contexto fabuloso de la narración, remite a un suceder razonable, ínsito al acontecimiento sugerido, pero que en el contexto histórico mucho más amplio en el que Sócrates como personaje, Platón como demiurgo y la propia filosofía como drama discurren, está anunciando a los futuros lectores del diálogo el desenlace trágico que todos conocemos. La pregunta con que Sócrates evoca su propio final y, con él, el final de la polis ática es la siguiente: ¿No procederían los cautivos a dar muerte, si pudieran cogerle con sus manos y matarle, al que intentase desatarles y obligarles a la ascensión? Algunos historiadores defienden que Aristóteles, años más tarde, prefirió el exilio en Calcis antes de que la filosofía fuera asesinada una segunda vez.

La literatura de la que venimos hablando es ese prisionero que se niega a seguir contemplando la supuesta experiencia de una vida real contenida en las sombras de los portadores de objetos. La literatura de la que venimos hablando es ese miembro desatado y voraz, esa desvinculación, ese fugitivo que parte dejando atrás la quietud de un pesebre epistemológico. Pero a diferencia de la filosofía tal y como la concibiera Platón dentro de su proyecto político, al escritor que deja la caverna del discurso adocenado no le asiste la voluntad del regreso. No es un pedagogo ni pretende ejemplarizar. Ni se le espera ni desea ser recibido. La nueva que tendría que comunicar, de haberla, movería a una rebelión que no funda ciudades, sabiduría ni legalidad, sino que atiende directamente a la radicalidad de un discurso que denosta el cómputo de discursos adyacentes hasta excluirlos. Lo que instituye la locura que escribe, lo que dicta esa página, no puede ser enseñado. Como mucho puede ser padecido o, en el mejor de los casos, gozado.

La pirueta definitiva

En 1993, Don DeLillo publicó su admirable « Mao II». En dicha obra, un novelista llamado Bill Gray, abducido por el tedio de una sociedad del exceso, decide ejecutar la pirueta definitiva: la desaparición, el borrado físico, la conquista del silencio. Siguiendo las enseñanzas de notables antepasados, el protagonista de «Mao II» ha asumido una lección definitiva acerca de las cosas y el mundo. Así, entendida en puridad, la literatura es una actividad condenada a extinguirse en el fuego de su propia lucidez, de esa lucidez espantosa, de esa lucidez desesperada, de esa loca lucidez. O como Foucault, el gran guía en el desfiladero que vincula creación y locura, dejó dicho el cierta ocasión: «Todo escritor, en realidad, desea escribir el último libro». Lo que el autor de « Vigilar y castigar» nunca precisó es si ese libro final era el último libro de la vida del escritor o el último libro de la historia de eso que aún hoy seguimos denominando literatura.

Humildemente, me inclino por la segunda posibilidad.

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